El mundo actual

"En el mundo actual, se está invirtiendo cinco veces más en medicamentos
para la virilidad masculina y silicona para mujeres, que en la cura del
Alzheimer. De aquí a algunos años, tendremos viejas de tetas grandes y
viejos con pene duro, pero ninguno de ellos se acordará para que sirven"

ANDRES RAQUEJO
Nobel de Literatura

Habitación 609




«—¿Tú qué harías si un hombre te diera una tarjeta?
—¿Qué hombre?
—Un desconocido —hizo una pausa para aspirar el humo del cigarrillo—. Un completo desconocido.
—¿Es atractivo?
—Sí —exhaló el humo y apagó el cigarro—. Mucho
—¿Y qué pone en la tarjeta?
—Una dirección y una hora. A medianoche. Habitación 609.
—¿Irás esta noche?
—Creo… Creo que sí...»

(pinchar a continuación para ir a los relatos)


IV. Empieza el Juego





IV. EMPIEZA EL JUEGO

Claro que estaba segura. Nunca había tenido sexo por placer. Jamás se había visto en una situación semejante, y desde luego, no provocada por ella. Pero ahora… Ahora estaba más que dispuesta a dejarse llevar por el placer que le proporcionaba ese hombre. Y estaba más que dispuesta a provocarlo para que continuara con el juego.
Quería tocarle, quería que le tocara. Necesitaba que esas ardientes manos la acariciasen, que sus cuerpos desnudos se rozasen cubiertos en sudor. Ya podía imaginarse sobre él, bajo él, entorno a él. Apretándole. Pero corría el riesgo de siempre.
Se alejó de él con un suspiro y la cabeza gacha. Sí, ella disfrutaría, ¿pero lo haría él?
—Ya sabía yo que no —comentó Mike con la voz grave.
Karen se volvió con los ojos chispeantes y le recorrió el cuerpo con la mirada, una mirada apreciativa y a la vez insultante.
—Que tú tengas aptitudes para el sexo no significa que todos las tengamos —replicó indignada—. Quiero esto. Te deseo, pero no entiendo por qué me deseas tú a mí. ¿O no lo haces? ¿Por qué me diste la tarjeta?
Sus preguntas parecían histéricas. Ella estaba empezando a ponerse histérica. ¿Por qué le había dicho eso? Abrió la boca para decirle que olvidara sus palabras cuando le vio acercarse a ella con la determinación plasmada en el rostro. Solo pudo observarle, todo su cuerpo, moreno y musculoso, grande, capaz de someterla con facilidad.
—Te di la tarjeta porque no soportaba verte llorar. Porque sabía que yo podía curar tu dolor —adelantó su mano para tomarla por la muñeca, acercando los dedos de Karen a la pequeña toalla que le cubría—. Y porque te deseé desde el momento en que tu cuerpo impactó contra el mío.
La obligó a meter la mano bajo la toalla y a rodearle con sus dedos. Karen jadeó y abrió los ojos con fuerza, sorprendida de haber sido capaz de provocar semejante erección.
—¿Por qué? —preguntó en un susurro, sin retirar la mano cuando él lo hizo.
El lo vio claro entonces. La miró a los ojos y vio en ellos sus dudas, sus inseguridades, sus temores, su hambre de él. Rodeó su rostro con las manos y le alzó la barbilla, hundiéndose en esa mirada expuesta. 
—Porque eres ardiente. Tu mano está quemando mi sexo —ella empezó a moverla, haciendo que la temperatura bajo la toalla subiera unos cuantos grados—. Porque no veo el momento de que tus labios se cierren entorno a mí —introdujo un dedo en su boca y Karen lo rodeó con su lengua—. Sí, así —él jadeó—. Porque cuando te recogí del suelo sólo pude pensar en apretarme entre tus muslos abiertos —la tensión en su cuerpo empezaba a hacerse insoportable y sonrió—. Porque siempre he alabado mi capacidad de contención, pero ahora mismo estoy a punto de correrme en tu mano.
Karen se humedeció los labios y apretó su mano entorno a él, haciendo más rápidos los movimientos. Le miró con los ojos vidriosos. ¡Dios! Solo de pensar en su semen goteando de su mano, se humedecía sin remedio.
—¿Y si quiero que te corras en mi mano? —preguntó algo cohibida.
—Yo preferiría correrme en tu boca —alzó la mano hasta su nuca, hundiendo los dedos en su pelo –. Preferiría hacerlo dentro de ti.
Estuvo tentada de ponerse de rodillas y tomarle con su boca. Pero no lo hizo, iría poco a poco. Tenían toda la noche por delante.
—Podrías correrte ahora en mi mano —dio un paso hacia delante, rozándole el pecho con los duros pezones—. Luego podrías hacerlo en mi boca —se humedeció los labios de nuevo, alzando el rostro hacia él—. Y después dentro de mí, todo lo profundo que quieras.
—¿Eso es lo que tú deseas? —le preguntó, con sus ardientes ojos clavados en su mirada.
Su única respuesta fue ponerse de puntillas y besarle con su boca inexperta. Acarició los labios duros y los lamió tímidamente, siguiendo un impulso de su cuerpo. El la dejaba hacer, observando con los ojos entreabiertos la expresión de su cara. Ligeros toques de su lengua en la piel húmeda de sus labios, leves succiones, mordisquitos intencionados. Los besos que ella le daba, no parecían hacer más efecto que el roce de una pluma. Pronto las dudas la asaltaron de nuevo. ¿Por qué no conseguía dar placer a un hombre? ¿Qué andaba mal en ella? Probablemente, si no estuviera acariciando su pene, se le habría bajado al primer roce de sus labios.
Súbitamente, él pasó una mano por su espalda y la atrajo hacia sí, profundizando el beso, obligándola a abrir la boca con la lengua. Karen gimió por la ruda invasión, más de deseo que por la sorpresa. Su entrepierna volvió a empaparse y su mano se cerró más fuerte sobre su miembro, tomándolo con ansia y necesidad de complacer. Por fin supo lo que era un beso de verdad, con el que podía excitarse y excitar a un hombre. Él, de hecho, empezó a mover las caderas, frotándose contra su mano cada vez más deprisa. Sus manos le apretaban los hombros, crispándose, descendiendo cada tanto para volver a subir en el acto. ¿Por qué no le tocaba los pechos?
Su lengua no dejaba de penetrarla, de investigar cada recoveco de su boca. Succionaba la suya con ansia y acariciaba su interior, descontrolada. Se habría preguntado si le estaba dando placer, si no hubiera tenido la clara prueba entre sus dedos. Los gruñidos que escapaban de su garganta también eran un buen síntoma. Por último, sus movimientos se hicieron más rápidos hasta que todo su cuerpo se tensó y unos chorros de caliente semen empezaron a deslizarse por su antebrazo. 

III. Declaración de Intenciones



III. DECLARACIÓN DE INTENCIONES

Él apareció de una puerta a su izquierda, cubierto tan solo por una pequeña toalla blanca. Ella primero abrió la boca al ver la perfección de su cuerpo casi desnudo. Luego, se sintió sonrojar hasta la raíz del cabello. Pero clavó la mirada en sus ojos, alzando la cabeza para poder hacerlo. La risa bailaba en las llamas doradas y casi alcanzó a ver una sonrisa en sus labios carnosos y duros. Los ojos del hombre se dirigieron hacia su más que recatado escote.
—Creí que las instrucciones decían que te desabrocharas un botón.
Su voz profunda la hizo ruborizar aún más, pero esta vez de puro deseo.
—Lo hice —respondió, forzando su garganta para que su timbre no sonara inseguro.
Le vio fruncir el ceño, pero no enfadado, sino más bien divertido. Alzó una ceja en su dirección y sus apetecibles labios se curvaron en una lenta sonrisa.
—No me lo vas a poner fácil, ¿eh?
No contestó. No estaba segura de para qué había ido. Sí, sabía lo que quería. También lo que él deseaba. Pero no estaba muy segura de poder ofrecérselo.
—¿Cómo te llamas?
—Karen
—Hermoso nombre —susurró, casi para sí.
Empezó a caminar hacia ella, desviándose cuando sus cuerpos casi se tocaban para dar una vuelta a su alrededor, sus ojos clavándose en cada voluptuosa curva de su cuerpo. Se sentía insultada y a la vez muy caliente. La miraba como si fuera un simple objeto, pero que él quisiera utilizarla era halago más que suficiente.  Ella también quería utilizarle… y cada vez tenía más ganas.
—¿Y tu nom…?
—Puedes llamarme Mike – interrumpió a su espalda.
—¿Pero es ese…?
—¿Importa?
Karen se volvió enfadada, más que tentada de marcharse en ese momento.
—No me gusta que me interrumpan
—Cuando realmente quieras decir algo, no dejarás que lo haga.
Su sonrisa era enigmática y provocadora, tanto como esas palabras que la sacudieron con una nueva oleada de humedad. ¡Qué lucha mantenía en su interior! La mujer independiente y segura de sí misma, contra la mujer que deseaba un hombre que intentara dominarla con el respeto, no con bravatas. Ganó la de siempre, y con una mirada altiva, pasó junto a él para dirigirse a la salida.
—¿Sabes a qué has venido, Karen? —preguntó, calmado, como si fuera consciente de que sólo necesitaba una excusa para quedarse.
Karen se volvió, dejando que su pelo ondulado, resbalara por el frente de la camisa de seda.
—A que me folles —recordó la dura palabra de Peter en el restaurante y decidió utilizarla.
Quería parecer una mujer moderna, capaz de espetar ordinarieces como aquella sin sonrojarse… aunque le resultara imposible hacerlo. El debió de apreciar su incomodidad, pero la risa ronca que salió de lo más profundo de su pecho no fue en absoluto ofensiva, sólo otro motivo más para que se enardecieran sus sentidos.
—No voy a follarte, Karen.
Dio dos pasos hacia ella, desnudándola con la mirada, comiéndosela con los ojos, provocando oleadas de placer que se extendían desde su vientre.
—Yo no te follaré —susurró, cada vez más cerca—. Te proporcionaré un placer que nunca has sentido —se colocó a su derecha, acercando los pecaminosos labios a la sensible piel de su oído—. Te acariciaré —un ligero roce de sus dedos en la cintura—. Te lameré —pequeño toque de su lengua en el cuello—. Te morderé —sus dientes apretando suavemente el lóbulo de su oreja.
Estaba más que preparada para que le hiciera todas esas cosas y más. Todos sus nervios saltaban ahora esperando conseguir un pedazo de ese hombre que le daba placer solo con su voz y sus palabras. Y todavía no había terminado.
—Dejarás que me pierda en ese tentador cuerpo tuyo —ahora se colocaba a su espalda, rozándola con el pecho y calentándola con su aliento—, te aferrarás a mí con cada espasmo de placer. Te haré gritar mi nombre repetidas veces. Y conseguiré que adores el sexo sencillamente por el placer.
—Eso ya lo hago —susurró trémula.
Abarcó su cintura con las manos y las fue subiendo lentamente… muy lentamente, hasta que con el dorso llegó a sujetar el peso de sus senos hinchados. Con la boca muy cerca de la piel de su cuello, preguntó:
—¿Estás segura?

Sueña esta Noche


Sueña esta noche que estás a mi lado
Junto a mi cuerpo desnudo
Ansioso de tus caricias

Sueña esta noche que estás frente a mí
Frente a mi rostro expectante
De la expresión de tus sentimientos

Sueña esta noche que estás a mi espalda
Abrazándome con cariño
Besando la piel que se eriza con tu contacto

Sueña esta noche que me acompañas en el camino
Balanceando nuestras manos unidas
Al compás de nuestros corazones

Sueña esta noche que bailas a mi ritmo
Apretando tu pecho al mío
Enredando nuestras piernas en una danza sin fin

Sueña esta noche que piensas con mi mente
Y te ves a ti mismo un ser amado
El más amado

Sueña esta noche que te pierdes en mi alma
Que rozas mi primera esencia
Esa que vive para ti

Sueña esta noche conmigo
Y despierta por la mañana
Para mirarte en mis ojos
Estos ojos que te adoran
Y que te observan con amor.

Mujer


¡Loada tú,
Que eres Madre,
Niña
Y Diosa!

¡Loada tú,
Que cuidas de mis sueños
Y velas por mi vida!

Juegas en los campos
De trigo al sol,
Cuando los brotes
Son verdes y tiernos,
Cuando la Tierra rezuma humedad
Y tus pequeños pies descalzos
Se hunden en los charcos
Del agua de lluvia.

Maduras
Junto a ese trigo
Que cuidas
Ahora amarillo y delicado,
Lleno a rebosar
Del fruto que alimenta a los que amas.
Y pisas con reverencia
Esa Tierra que
Aún seca
Da vida.

Te das entera al mundo
Como esa espiga cortada
Que viajará a esas casas
Hambrientas de ti.
De tu amor.
De tu luz.
De tu esencia
Que nutre nuestras almas.

¡Loada tú,
Mujer,
Que aguantas el mundo,
Desde las sombras,
Cediendo tu grandeza
Al que necesita sentirse grande!


¡Loada tú,
Mujer,
Simplemente
Por ser tú!

El Fuego de una Princesa

La primera vez que la vi, tenía tan sólo 8 años, y pensé que era para mí. Simorth actuaba de una forma extraña para ser una princesa. No había miradas altivas, ni un cortejo de sirvientas allá donde fuera. Ni siquiera una acompañante que la entretuviera. Era una chiquilla solitaria y apocada, que miraba a la mujer de su padre, la nueva reina, con temor reverencial. No la culpo, las víboras resultaban más amables que esa mujer. Su belleza también la hacía especial. Las princesas de Esalor tenían la mala costumbre de parecerse a sus padres, los reyes, sólo cuando estos eran especialmente feos, y aún así había que dar gracias de que no se parecieran a sus madres. Simorth sólo se parecía a ella misma y era una suerte.
El rey Beorn no permitía que nadie se acercara a la chiquilla, cosa que me extrañó. Se veía a las claras que no era para protegerla, todo lo contrario. Las miradas que lanzaba a su hija cuando la encontraba hablando con alguien, prometían futuras represalias, cuando nadie rondara a su alrededor. La pequeña clavaba los ojos en su padre, a la vez arrepentida y suplicante, pero el rey se limitaba a negar con la cabeza y a obviar la presencia de su hija, como si ésta fuera un adorno sin importancia. Simorth entonces apretaba los dientes, agachaba la cabeza y realmente se convertía en ese adorno.
Años después entendí el por qué de esa medida de precaución. Me encontraba yo recorriendo con la mirada el cuerpo esbelto de la adolescente cuando unos muchachos de su edad empezaron a molestarla. La joven los ignoró y continuó caminando, pero ellos la rodearon, riéndose de ella mientras toqueteaban sus espadas envainadas. Se creían valientes, pero incluso entre risas pude ver un brillo de temor en sus ojos. Me habría gustado intervenir, pero también tenía curiosidad por ver cómo saldría ella del apuro. Primero me cegó una fuerte luz y luego escuché el sonido de la explosión. El caos estalló en el patio del castillo. Tardé unos segundos en recuperar el control de mis sentidos y cuando lo hice la boca se me abrió hasta casi tocar el pecho.
La princesa ardía de furia. Su rostro era una mueca de ira y sus ojos ambarinos, chispeaban con destellos dorados. Su pelo rojo ondeaba como una llama. ¡Y es que eran llamas y chispas lo que rodeaba su cuerpo! Alzó las manos, distorsionadas por un fuego que no la consumía, y las miró con preocupación. Luego se encogió de hombros y siguió andando, bajando el nivel de las llamas a su alrededor a medida que su cólera cedía. Atrás dejó a los muchachos que la importunaban cubiertos de hollín y con las plumas de sus sombreros achicharradas, y a un enamorado que se replanteaba sus primeras impresiones.
Por fin comprendí por qué era tan solitaria y por qué su padre no la rodeaba con damas que la entretuvieran. Tampoco, me corregí, era falta de espíritu, tan solo lo controlaba. Y por último, alcé los ojos al cielo y rogué a los dioses que no me fuera la princesa destinada. Monté con prisas el primer caballo que encontré y huí en busca de una princesa que tuviera aspecto de rey.

La Gente que me gusta


- Primero que todo: Me gusta la gente que vibra, que no hay que empujarla, que no hay que decirle que haga las cosas, sino que sabe lo que hay que hacer y que lo hace...

- Me gusta la gente con capacidad para medir las consecuencias de sus acciones, la gente que no deja las soluciones al azar.

- Me gusta la gente justa con su gente y consigo misma, pero que no pierda de vista que somos humanos y nos podemos equivocar.

- Me gusta la gente que piensa que el trabajo en equipo entre amigos produce más que los caóticos esfuerzos individuales.

- Me gusta la gente que sabe la importancia de la alegría.

- Me gusta la gente sincera y franca, capaz de oponerse con argumentos serenos y razonables a las decisiones de un jefe.

- Me gusta la gente de criterio, la que no traga entero, la que no se avergüenza de reconocer que no sabe algo o que se equivocó.

- Me gusta la gente que, al aceptar sus errores, se esfuerza genuinamente por no volver a cometerlos.

- Me gusta la gente capaz de criticarme constructivamente y de frente, a éstos les llamo mis amigos.

- Me gusta la gente fiel y persistente, que no desfallece cuando de alcanzar objetivos e ideas se trata.

- Me gusta la gente que trabaja por resultados.

Con gente como ésa, me comprometo a lo que sea, ya que con haber tenido esa gente a mi lado me doy por bien retribuido.


Mario Benedetti

II. Instrucciones para una noche de placer




II. INSTRUCCIONES PARA UNA NOCHE DE PLACER

Un sobre granate se apoyaba en la puerta de la habitación 609. Supuso que sería para ella y lo cogió, mirando a ambos lados del pasillo y rogando porque no apareciese nadie justo en ese momento. Afortunadamente, estaba desierto.
Rasgó el sobre y sacó un folio en blanco, escrito a bolígrafo con una caligrafía angulosa y elegante.

«Instrucciones para una noche de placer»

El pulso se le aceleró hasta límites insospechados. ¿Pero de qué estaba hablando ese loco? Se sintió tentada de salir corriendo, pero la curiosidad pudo más que su miedo y continuó leyendo.

«1.- Cierra los ojos unos minutos y relájate.»

Como era su costumbre, desoyó la orden y abrió los ojos aún más. ¡Qué se relajara! Si estaba a punto de darle un infarto.
Sí, bueno, a lo mejor era por eso…
Volvió a mirar a su alrededor. Todavía nadie. ¿Cuánto tardaría en aparecer algún huésped y descubrirla ahí parada como una idiota? Decidió seguir leyendo antes de largarse de allí a todo correr.

«2.- Esta vez, obedece la orden. Cierra los ojos, acalla tu mente y relájate.»

Sonrió muy a su pesar. ¡Maldición! ¿Cómo podía saberlo? Casi parecía que estuviera escribiendo la carta mientras observaba sus reacciones por alguna cámara oculta.
«No pienses en cámaras ocultas» se dijo.
Respiró hondo un par de veces antes de seguir las instrucciones de la carta. Había venido buscando… algo… Y fuera lo que fuese, lo encontraría. Cerró los ojos y acorraló los enloquecidos pensamientos en un rincón de su conciencia… que permanecería cerrada con llave hasta que saliera del hotel. Necesitó más de unos minutos para calmarse.

«3.- Desabrocha un botón de tu blusa.»

Un pobre consuelo para el hombre, la llevaba abotonada hasta arriba. Esa fue una orden que no le costó obedecer.

«4.- Quítate las medias»

¿Aquí en medio?
Sí.
La voz sonó en su cabeza, como si él hubiera estado dentro de ella. Se quitó los zapatos después las medias, con rapidez, guardándolas en el bolso en cuestión de segundos.
Ya había pasado toda etapa de resistencia. Sentía mucha curiosidad por el hombre que se atrevía a darle órdenes a través de una hoja de papel, convencido de que las seguiría una a una, tarde o temprano.

«5.- Piénsalo una última vez. Si entras, no saldrás hasta que yo lo permita.»

Una oleada de deseo, la recorrió de la cabeza a los pies. ¿Qué pensaba hacer para impedírselo? ¿Atarla? El miedo, mezclado con la excitación provocó un espasmo de placer en su vientre, subiendo hasta los endurecidos pezones. Una resbaladiza y cálida humedad se estableció entre sus piernas.
Deseo… ¿Cuánto tiempo hacía que no lo sentía?
Sí, definitivamente, ese hombre tenía algo que ella necesitaba.

«6.- Abre la puerta.»

Lo hizo.

«7.- Pon el aviso de que no molesten.»

Las órdenes ahora se sucedían con rapidez.

«8.- Cierra la puerta y echa el cerrojo.»

La habitación quedó cerrada con un suave click.

«9.- Entra sin miedo.»

Eso ya era mucho pedir. Respiró profundamente, deseando que todo empezara y terminara de una vez. Se volvió, no muy segura de lo que iba a encontrar.
La habitación era lujosa, con una gran cama con columnas, que podían taparse con un dosel de seda que ahora estaba recogido. El edredón de brocado lucía en tonos granates, como el tapizado de la silla junto al escritorio. Dejó allí la carta, después de leer la última orden. Simple, sencilla, y a la vez la más difícil.

«10.- Di: Hola.»

¿Tendría valor?
—¿Hola?

Fantasías I

Está sola en casa. Está sola en casa y tiene ganas de sexo… Muchas ganas… Se tumba en la cama y empieza a acariciarse el vientre, para pasar acto seguido a sus labios hinchados. Hinchados y húmedos. Tanto, que sus dedos se quedan resbaladizos en unos instantes. Mojados. Solo falta una lengua que lama sus jugos mientras ella se acaricia cada vez con más fuerza. Una boca que se la trague entera, que se mueva por su vagina y ronronee contra su bulto dolorido. Como está ronroneando ella.
Sube la mano libre hasta el pezón. Duro. Muy necesitado. Aprieta el pecho grande con toda su mano, dejando que rebose, rozando la punta con la palma húmeda de sudor. Levanta el seno desde abajo para poder lamerse, pero la posición es incómoda.
Necesita otra lengua más que muerda su pezón, aparte de la que ya le está lamiendo entre las piernas. Con fuerza, con suavidad. Mientras se sigue acariciando el clítoris con los dedos mojados.
Pasa la mano al otro pezón, igual de duro y dolorido. Lo aprieta entre el pulgar y el índice, haciéndose daño y gimiendo por la sensación.
Lo que daría por otra lengua que homenajeara el pezón libre hasta hacerlo arder, mientras la primera se introduce en ella y la segunda mordisquea el otro pecho. Una boca que se introdujera todo el seno, otra que lamiera el otro y otra que se comiera todo lo que tiene entre sus piernas, con ansia.
Cambia las manos para poder probar el sabor de su flujo en sus propios dedos. Acariciándose con mayor rapidez. Metiendo y sacando los dedos de su boca, jugando con la lengua entre ellos.
Lo que la vendría bien es una buena erección que entre y salga de su boca y su garganta. Que vaya dejando semen por su lengua. Que la presione con fuerza. A la vez que dos lenguas lamen sus pezones y otra lengua saborea su sexo, se bebe sus espasmos, se traga su orgasmo.
Tres lenguas y un gran miembro.
Necesita otro, que se hunda en ella hasta dentro, presionando sus entrañas. Mientras una lengua rodea su clítoris y otras dos bocas muerden sus pechos. Mientras otro pene se introduce en su boca, una y otra vez, haciendo que se trague su salada simiente, su cálido semen. Dos miembros que la penetren, uno entre las piernas y otro, la boca. Y tres lenguas lamiendo el resto de su cuerpo.
¿Cómo resistirse a eso?
El orgasmo la asalta potente. Feroz. Salvaje. Mojando aún más sus dedos mojados. Alza las caderas hacia un pene imaginario. Acerca el clítoris a una lengua supuesta. Arquea sus pechos contra bocas inexistentes. Y atrapa con sus labios un grueso miembro intangible.
Explota de deseo y aprieta las piernas por la tensión, para luego quedar exhausta, saciada y muy, muy mojada…
Preparada para otra sesión de Sexo.

¿Y de mamá?


He tenido una pesadilla. Me despierto con un grito, buscando a mi tata en la camita junto a mí. No está. Hace días que no duerme conmigo. ¿Por qué? Desde que se vistió con aquel bonito traje blanco no viene a casa. Yo también iba muy guapa con mi vestido de princesita, pero si llego a saber que Marisa no volvería, no me lo habría puesto nunca. Tengo ganas de llorar, pero me aguanto. Mamá me dijo que tenía que acostumbrarme.
Oigo ruidos en el pasillo y me viene a la cabeza la sombra que me ha hecho despertarme. Corro descalza hasta el cuarto de mis padres, intentando no enredarme las piernas con el camisón. Me golpeo el hombro contra el marco de la puerta. Entre las lágrimas que no salen y lo oscuro que está todo casi no puedo ver. ¿Quién ha apagado la farola que da a las ventanas de casa?
Llego a la cama de mis padres y, al subirme de un salto, descubro que está vacía. ¡No! ¿Dónde están papá y mamá?
Empiezo a llorar sobre la colcha de flores. No puedo aguantarme más. Miro mi imagen borrosa en el espejo del armario. Una mancha blanca en la oscuridad. También refleja la ventana que da a la terraza. Todo es oscuro, no veo nada. ¿Y mamá? Las lágrimas empapan el cuello del camisón y me entra frío, mucho frío. Algo se mueve en el espejo. No sé de donde saco valor para mirar hacia la ventana. Lo que sea que haya en la terraza se acerca y araña el cristal con las uñas. Empiezo a temblar, abrazando mis rodillas sobre la cama, sin saber dónde esconderme.
Pasos. Ruidos que vienen desde la terraza. La puerta de la cocina se abre. ¡Nunca me gustó esa puerta! Siempre suena cuando pasan los aviones. ¡Siempre he dicho que por ahí podría entrar cualquiera! Las bolitas de la cortina del pasillo empiezan a tintinear. Cada vez está más cerca. Por mucho que apriete las piernas con mis brazos, los temblores me sacuden. Y un chillido se me atasca en la garganta. ¡Ya está en el umbral de la habitación! ¡Puedo verla! ¡La Sombra!
- ¡Mamaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaa!
Se enciende la luz y mamá viene corriendo a abrazarme.
- Mi niña, no te asustes. Si soy yo.
Coge mis bracitos tendidos y me sienta sobre sus rodillas, apretándome contra su pecho. Yo intento juntar las manitas detrás de su espalda, pero no llego. No importa. Ya estoy con mami, entre sus brazos calentitos, oliendo su colonia fresquita. Suelto todo mi miedo en ese momento, llorando desesperada y dejando que salgan los ruidos de mi garganta. Me mece hacia delante y hacia atrás, susurrándome cosas bonitas al oído.
- Venga, mi vida, no llores. Ya estoy aquí.
- Venía a por mí, mamá – sollozo contra su pecho, empapando esa camiseta verde tan suavita que tanto me gusta -. La cosa negra venía a por mí.
- Pero aquí no puede venir nadie. Todos estamos contigo.
Me alza en sus brazos. Ahora la luz del pasillo está encendida y la de mi cuarto también. Me arropa con cuidado en mi solitaria camita. Echo de menos a mi hermana, sus brazos achuchándome cuando tengo miedo. Mi cara se moja con nuevas lágrimas. Mamá las seca, en una dulce caricia.
- ¿Quién te va a hacer daño a ti, si nosotros te cuidamos?
- Pero estoy solita.
Los hipidos se paran, pero las lágrimas dejan de caer.
- ¿Solita? No, mi vida – la cama se hunde bajo su peso ahora que se ha tumbado a mi lado -. Ya sabes lo que eres para nosotros, cariño. ¿Sabes lo que eres?
La abrazo fuerte y me acurruco contra su cuello. Las lágrimas cesan y mi ánimo mejora.
- Dímelo, mami – le pido con un suspiro.
Y mamá me lo dice, como todas las noches antes de acostarme.
- A ver, mi niña, ¿qué eres de la tata?
- “Su patito”.
- ¿Y del tate? – pregunta en mi oído.
- “Su osito”.
- ¿Y de papá?
- “Te quiero mucho”.
- ¿Y de mamá?
Alzo un poco la cabeza y veo todo el amor de mis padres y hermanos reflejado en su mirada. Ese amor que me protege de día y me arropa por las noches. Le doy un beso en la mejilla blandita y los párpados empiezan a pesarme. Antes de cerrarlos del todo, susurro con una sonrisa:
- “Su corazón y su vida entera”.
A mi madre.

Premio Blog de Oro


Juurr!

Esto sí que no me lo esperaba!!

Lhyn, desde http://laplumadepapel.blogspot.com/, me ha premiado con este galardón, así que aquí lo pongo para deleitarme cada vez que abra mi blog. XD

Mil gracias, guapa!!


Las reglas del premio son:
1º.-Exhibir la imagen del sello.
2º-Poner el enlace de la persona que te lo ha regalado.
3º.-Elegir 10 personas para pasárselo.
4º.-Escribirles un mensaje en su blog para que se enteren de su premio.


Desgraciadamente, no conozco tantos blog y los que conozco ya están premiados. Así que, investigaré y cuando tenga todos los elegidos, editaré la entrada y pondré los premiados.

Llegaremos a Tiempo

Si te arrancan al niño que llevamos por dentro
si te quitan la teta y te cambian de cuento
no te tragues la pena porque no estamos muertos
llegaremos a tiempo, llegaremos a tiempo

Si te anclaran las alas en el muelle del viento
yo te espero a un segundo en la orilla del tiempo
llegaras cuando vayas mas allá del intento
llegaremos a tiempo, llegaremos a tiempo

Si te abrazan las paredes
desabrocha el corazón
no permitas que te anuden la respiración
No te quedes aguardando
a que pinte la ocasión
que la vida son dos trazos y un borrón

Tengo miedo que se rompa la esperanza
que la libertad se quede sin alas
tengo miedo que haya un día sin mañana
Tengo miedo de que el miedo
eche un pulso y pueda mas
no te rindas, no te sientes a esperar

Si robaran el mapa del país de los sueños
siempre queda el camino que te late por dentro
si te caes te levantas, si te arrimas te espero
llegaremos a tiempo, llegaremos a tiempo

Mejor lento que parado
desabrocha el corazón
no permitas que te anuden la imaginación
No te quedes aguardando
a que pinte la ocasión
que la vida son dos trazos y un borrón

Tengo miedo que se rompa la esperanza
que la libertad se quede sin alas
tengo miedo que haya un día sin mañana
Tengo miedo de que el miedo
eche un pulso y pueda mas
no te rindas, no te sientes a esperar

Solo pueden contigo si te acabas rindiendo
si disparan por fuera y te matan por dentro
Llegaras cuando vayas mas allá del intento

Llegaremos a tiempo, Rosana

Anillos para una dama

Hoy me faltaban mis anillos. ¡Qué frase más absurda! Pensaréis. ¡Pues no! Mis anillos me acompañan, son mi fuerza. Me los regalaron dos de las personas que más quiero en esta vida. El primero, mi hermana. El segundo, mi novio.
El segundo me queda un poco grande. ¿Tiene eso algún significado? Sí, que mi niño es un poco torpe, pero me quiere mucho. (:P)
El primero me está perfecto. Y tiene mucho valor sentimental. Es un sello de plata con forma de corazón que mi hermana me regaló con las comisiones de su primer trabajo. De esto hace ya más de diez años. En su día me quedaba perfecto en el dedo corazón de la mano derecha. Hoy, me queda perfecto en el mismo dedo, pero de la izquierda. ¿Tiene eso algún significado? Sí, que me quiere mucho y conmigo siempre acierta. Y que ahí es donde siempre la llevo a ella: en mi corazón.
Todos nos quejamos de no poder elegir a nuestra familia. ¡Pues yo me alegro! Conociéndome, habría elegido mal. Pero a ella, probablemente, sí la habría escogido, hasta con los ojos vendados. Y sé que siempre vendrá conmigo, al igual que su regalo.
A mi tata.

La Sacerdotisa y la Luna

Aquella noche, Ilia no podía dormir. Ni su conciencia, ni el recuerdo de Darien le permitían cerrar los ojos y descansar la mente. Todavía podía verle, solo, erguido, cruzando el portón que le separaba de su pueblo y su casta de guerreros. Volvería, sí, pero no como guerrero, sino como asesino. Y su víctima sería ella.
Probó a leer el libro sagrado. Una vez. Dos. Su guardián nunca había podido soportarlo y lo cierto era que ella tampoco. Giró la cabeza en dirección a la pared. Varias noches atrás sólo el muro de piedra les separaba. Ahora, un abismo de tierra y traición les mantenía alejados. ¿Durante cuánto tiempo? Únicamente los dioses podían saberlo.
Se levantó del lecho, con un suspiro que a punto estuvo de ser un sollozo. Lo contuvo hasta llegar a la ventana, desde donde podía observar la luna. No había manto de estrellas en aquella noche oscura. Sólo el rostro redondo de la diosa Eala, acariciado por las ramas desnudas de los chopos. En cualquier momento esos brazos se estirarían para castigarla por sus mentiras. Una joven, a punto de consagrarse sacerdotisa, no debía dejarse llevar por los celos y la ira. Pero ella no había sabido controlarlos, condenando con su maldad al único hombre al que había amado.
Una lágrima solitaria se deslizó por su mejilla. La secó a manotazos. Darien no estaría llorando y tendría más motivos que ella para hacerlo. ¿Encontraría un lugar resguardado para pasar la noche? ¿Algún poblado vecino le permitiría establecerse, casarse y formar una familia?
El mero pensamiento de que pudiera amar a otra inundó sus ojos de nuevo, y esta vez no hubo manera de detener el llanto. Se dejó caer sobre el alfeizar de la ventana y lloró hasta descargar su dolor. Sólo entonces, pudo alzar de nuevo el rostro hacia la luna llena y rogarle a Eala que cuidase de Darien. Aunque, en el futuro, eso significara su propia muerte.

I. La Tarjeta




I. LA TARJETA

—¿Tú qué harías si un hombre te diera una tarjeta?
—¿Qué hombre?

Su memoria se internó en el pasado reciente. ¿Qué hombre? Recordó una loca carrera a través de un restaurante, chocando con carritos y bandejas; con camareros enfadados que apenas podía ver a través del velo de sus lágrimas. Los gritos sorprendidos de la gente la siguieron hasta la calle, donde siguió corriendo, empujando a más gente, que se volvía airada en su dirección.
A él no pudo empujarlo y cayó al suelo, quedando sin aliento al alzar la mirada.

—Un desconocido —hizo una pausa para aspirar el humo del cigarrillo—. Un completo desconocido.
—¿Es atractivo?

Su cuerpo se estremeció al visualizar de nuevo los duros músculos de su abdomen, perfectamente delineados bajo la ajustada camiseta negra. Sus pectorales desarrollados, sus pezones endurecidos. Sus propios pechos se tensaron al recordar la calidez de las grandes manos levantándola; los bíceps abultados bajo sus frágiles dedos. Volvió a recordar las facciones duras y angulosas, tan morenas en contraste con sus ojos ambarinos… Se maldijo por no haber tocado ese pelo negro que caía desordenado a ambos lados de la mandíbula.

—Sí —exhaló el humo y apagó el cigarro—. Mucho
—¿Y qué pone en la tarjeta?

El hombre la había observado detenidamente, casi como si estuviera espiando su alma. La soltó un instante, sin preocuparse por estar parados en medio de la calle, entorpeciendo al resto de los peatones, que maldecían y la empujaban sin piedad. A él no le tocaba nadie. Sacó una tarjeta del bolsillo y se la tendió. Su voz grave aún continuaba enroscada en su estómago, mandando oleadas de placer a su vientre y más abajo.
—Ven esta noche —ni un saludo, ni un nombre, ni una sonrisa—. Tengo algo que tú necesitas.
Sin más, la dejó allí parada, recorriendo con la mirada los caracteres negros que adornaban la sencilla tarjeta blanca de un conocido hotel.

—Una dirección y una hora. A medianoche. Habitación 609.
—¿Y Peter?

No quería recordar su despedida, ni las duras palabras que la otorgó en el privado del restaurante, mientras pellizcaba el pezón desnudo de una rubia despampanante y la otra mano se perdía en su falda bajo la mesa. El gemido agudo que soltó la mujer fue prueba más que suficiente para saber qué estaría haciendo con los dedos entre sus piernas.
—¿La ves? —había preguntado Peter con una sonrisa—. Está mojada y me caben tres dedos en su vagina. Está excitada. Mueve sus caderas contra mi mano. Probablemente me pedirá que la folle poco antes de llegar al orgasmo —la miró a los ojos mientras continuaba dando placer a la rubia—. Tú ni siquiera abrirías los ojos para decirme que me apartara. Ni te humedecerías con mis caricias. Tus pezones ni siquiera se pondrían duros en mi boca. Mira éstos —bajó la cabeza para lamer el botón tirante—. Duro y jugoso. Puedo lamer cada arruga de su carne —estrujó el pecho en la mano, haciendo gimotear a la mujer—. Podré beberme los flujos de su corrida en unos instantes. ¿Cuándo has sido tú capaz de llegar al orgasmo?
Se arrodilló entre sus piernas y pronto pudo oír los ruidos que hacía su lengua al limpiar la humedad de la rubia. No apartó la boca para espetar:
—Vuelve cuando realmente quieras que te folle un hombre.
Entonces había corrido, dejando a la rubia gritando de placer y al hombre bebiendo su orgasmo.

Encendió otro cigarrillo y aspiró con fuerza el humo.
—Peter es historia.
—¿Irás esta noche?
Sacó de nuevo la tarjeta blanca y leyó las letras impresas en negro. Medianoche. Habitación 609.
—Creo… Creo que sí.

X. El Sueño del Vampiro





Han pasado siglos desde mi transformación. Siglos soledad.
He sobrevivido a mi amada. También a mi creadora. Y espero en mi lecho de tierra y musgo a que la sed me lleve o a que una revelación me obligue a levantarme. Pero  me río de todos mis sueños, de todas mis esperanzas. El destino nunca ha querido ponerse de acuerdo conmigo.
El deseo por una mujer, que resultó un vampiro, fue la causa de mi transformación. El amor por una humana, a la que volví inmortal, provocó su muerte. Mi miedo a la soledad me privó de amigos y compañeros. Y finalmente, lo que me despierta de mi letargo, es un sueño.
“Sigo a una quimera con un vestido rojo. Voy tras ella, pero me cuesta seguirle el paso. Me mira por encima del hombro con una sonrisa perversa y va cantando mi muerte a todo el que quiera escucharla. Es monstruosa y sus largos colmillos me amenazan. Aún así, la sigo y no tengo miedo. Doy la vuelta a la esquina y está copulando con un hombre degollado. Su sangre mancha el cuerpo de cabra, mientras rasca la base de su cola de reptil. La lengua del león lame la herida de su cuello hasta que me ve y se lanza al mío. Siento un increíble deseo por el ser que me está matando.
Abro los ojos y estoy dentro de una mansión, con una mujer hermosa. Yo la amo. Sé que la amo, pero ella no me quiere. La sigo hasta cuando huye de mí. Se cansa. Me manda fuera antes del amanecer. Pero tampoco tengo miedo. La muerte no me asusta y por fin volveré a ver la salida del sol. Siento sus rayos en mi cabeza, en mi cuerpo. Pero el astro no calienta. Un grito a mis espaldas y dos explosiones. La mujer se está quemando con los rayos que me bañan y la quimera estalla en llamas. Yo no puedo parar de reír.
De un salto he llegado al salón de la mansión. Está llena de seres. Humanos y Vampiros, brindando en copas de oro y plata, bailando y riendo. Intento que me den una, pero nadie me ve. Sacudo a un hombre vestido de negro que se ríe como un poseso. Se inclina hacia delante y su cabeza me traspasa. No tengo cuerpo. Soy sólo una sombra. Y nadie puede verme. Mi desesperación crece y algo me atrapa el corazón. Algo que lo aprieta fuerte y fuerte. Quiero gritar y no puedo. Quiero andar y no puedo. El círculo de gente se cierra entorno a mí cada vez más. Grito y pataleo, pero no me hacen caso. Me están aplastando. Una espalda contra mi nariz, un torso que presiona mi cabeza. Con la presión, cruje mi cráneo, se rompen mis huesos. Oigo las risas de mi amada y la quimera me lame los dedos de una mano. Ella sí tiene espacio. Abro la boca en un grito silencioso. ¡No me sale la voz! ¡Duele! Mi cuerpo duele. Mi alma amenaza con destruirse. ¿Es que nadie me ve? ¡No puedo respirar!
Un momento… No necesito respirar…
Mi alma estalla rechazando a los que me amenazan, ahora silenciosos. Todos arden en el fuego que yo he provocado, pero no ellos no gritan. Sus rostros son máscaras bancas, morenas. Impasibles.
Pestañeo y estoy en el cementerio. Una mujer de cabello rubio se acerca a mi tumba. Me ve y se abalanza sobre mi cuello. La aparto. ¿Es que no me pueden dejar tranquilo? Con un siseo se tiende sobre el mármol de mi ataúd y se vuelve de piedra. Con su mano me tiende una rosa que empieza a manar sangre. Todo se inunda con el líquido rojo. El mar de sangre me arrolla lanzándome al suelo. El néctar que me da la vida empieza a ahogarme, penetrando en mi nariz y anegando mis ojos. Se empieza a secar sobre mí, cristalizando mis pulmones. Aplastándome. No estoy asustado, sólo un poco incómodo.”
Al abrir los ojos, la tierra los inunda. Durante siglos he dormido en el lugar que me corresponde y la madre me acogió en su seno para curar mis heridas. Repto hacia la superficie sabiendo que es de noche y la luna me dará la bienvenida al mundo. Pero… ¿durante cuánto más tiempo?

FIN

Verde Idealista

Todo en mi trabajo es verde. El logo, la web, el papel en el que vienen envueltos los folios para la impresora… Incluso las personas. Sobre todo las personas. Trabajo en un lugar que se llama a sí mismo idealista y se envuelve en velos de un hermoso verdor. Para mí ese color cambia a diario.
Al principio significaba ese idealista que está plasmado en sus paredes y en su nombre. Joven, esperanzada e ilusa como soy, realmente yo lo veía de un verde tan fresco como el del césped cubierto de rocío en las mañanas de verano. En cuestión de semanas el matiz ha ido cambiando día a día.
Hoy lo siento, y cada vez más, como el color de la represión, el cinismo y la envidia. Ahora se asemeja más al tono oscuro de las hojas que se marchitan, afectadas por un mal que acaba con su frescura desde dentro.
Es posible que yo me haya visto contagiada. Después de las experiencias, vividas me he dado cuenta de que debo de ser más rara que un perro verde. Sólo me queda el consuelo de que, en ningún caso, será el mismo tono de verde que a ellos les afecta.

IX. Venganza





Las noches vuelven a ser frías y solitarias. Pavorosas. La sed es insoportable. Se ha negado a beber de otra mujer que no sea Ella.
Pero Ella está muerta. Su cuerpo convertido en polvo. Carbonizado.
No duerme. Cada vez que sus ojos se cierran, ve a su amada alzando la mano en un adiós que lentamente se va consumiendo,  prendiendo en las llamas del amanecer. Su pelo negro ardiendo como la yesca, llevando fuego hasta la cabeza alta. Convirtiendo su cuerpo hermoso en una bola ígnea que se va deshaciendo a pedazos.
Nada queda ahora de Ella. El viento se ha llevado sus restos, mezclándola con la tierra y el agua.
No queda nada.
Sentado en el suelo de su habitación, se abraza las rodillas y hunde el rostro entre los brazos. Ni siquiera el hedor de su cuerpo sucio y ajado puede hacerle olvidar la repulsión que sintió al aspirar a su amada en llamas. Incluso un ser tan hermoso apesta al ser incinerado.
No puede tolerar ese pensamiento. Es una blasfemia para su recuerdo. Ella era perfecta… Pero ya no puede recordar su olor a sangre y a especias.
Solloza con fuerza, arañándose las mejillas, dejando que las gotas de sangre se deslicen por su cuello sucio y se mezclen con su ropa casi deshecha.
Al menos, no gritó. Puede oír todavía su risa, su voz aterciopelada susurrándole palabras de consuelo; cantando sonatas de amor bajo el brillo de la luna. Ningún grito de dolor; ni siquiera cuando la mordió. Ella siempre tuvo el valor que necesitaban los dos.
El valor que a él le había faltado para salvarla.
Nuevos gemidos desgarran su pecho al recordarla. Tan joven…
Nunca debió convertirla en vampiro. Debió rechazarla cuando tuvo la posibilidad. Debió apartarse de ella, aunque le hubiera costado el alma. Dejarla en manos de los poderosos para así salvarle la vida. Su dolor no habría sido tan grande como el que ahora anida en su corazón.
Porque su debilidad la ha matado. No el sol. Su cobardía.
Los condenó a ambos a la tortura y al sufrimiento. Su egoísmo. Su necedad. Mata todo lo que toca. Es una condena andante.
Y los que más se merecen la muerte continúan con sus vidas muertas como si nada hubiera sucedido.
No, el antiguo llora su pérdida a pesar de haber sido uno de los que la provocaron. Vaga como un alma en pena por los rincones de la mansión, con la mirada extraviada, recordando a la mujer que ha llevado a la muerte por no haberse rendido a sus deseos. Se arrepiente de lo sucedido y lo cambiaría si pudiera. Debió recordar que no hay nada más implacable que la muerte de un inmortal.
La quimera es otra historia.
Su alegría es notoria, incluso para él, que se ha aislado del mundo. Oye su risa cantarina al otro lado de la puerta, llamándole, suplicándole que vuelva a su lecho, gritando incoherencias que a él le son indiferentes. Totalmente libre de castigo tras haber acabado con la vida de una inocente… con las vidas de centenares de inocentes.
Todos saben su culpa, pero nunca nadie intentará juzgarla.
¿Nadie?
Su llanto se detiene y posa la mirada fría sobre los rayos de luna que se cuelan en la habitación, iluminando los restos de las mangas de su camisa. Se alza, apoyándose en la pared, haciendo caso omiso de las punzadas de dolor que intentan traspasar su estómago vacío; su cuerpo sediento. Abre la puerta del armario y empieza a sacar ropa limpia. Luego se dirige al baño para asearse.
No puede ir vestido con harapos cuando encierre al diablo en su tumba eterna.

Abre la puerta de la habitación en penumbras, esperando encontrarla dándose un festín de sangre. Para su sorpresa, está dormida. Aletargada. Las sábanas blancas ensangrentadas. Los labios de un rojo brillante. Varios cadáveres de hermosas sirvientas esparcidos por el suelo, desgarrados y secos. El festín ya ha tenido lugar.
Se acerca al lecho despacio, sin hacer apenas ruido para no despertarla. Quiere verla, observarla, estudiar el rostro del Mal para no volver a confundirlo.
Su piel, aunque pálida, parece cubrirse de rubor debido al exceso de alimento. Su cabello, sedoso y negro, plateado en los lugares en los que la luz de la luna lo ilumina.
Se sienta en el colchón, hundiéndolo, acercándola a él para poder deslizar los dedos entre los suaves mechones, para acariciar la tersura de la piel de sus mejillas.
Ella sonríe, despertándose, reconociendo los dedos que una vez le dieron placer. Mueve los párpados de rizadas pestañas, sin intentar siquiera ocultar el brillo que llamea jubiloso en sus pupilas.
—Has venido —su voz cantarina, como la de una niña que ha recibido un regalo.
Asiente con expresión grave, pero no con la mortal seriedad que abruma su pecho. Ella alza una mano para acariciar su rostro, y él se muerde los labios con fuerza para no mostrar el asco que le provoca su tacto.
Recorre con los dedos los tendones del cuello, intentando no delatarse mirando la vena de su garganta. Una vena que no palpita, pero que está llena de sangre.
Su quimera…
Durante años le atormentó su recuerdo. Una sola noche disfrutó de su cuerpo. Y el resto del tiempo le ha inquietado su mera existencia. Ya ni siquiera recuerda qué fue lo que le atrajo de ella.
—He venido a despedirme —su voz ronca por el dolor que soporta, resuena en la estancia teñida de muerte
Se incorpora en la cama, hasta casi rozar sus labios, con el rostro contraído de furia e incredulidad.
—¿Te vas?
La pregunta es una burla. No le ofende. Todos saben que nunca será capaz de una acción tan osada como abandonar la casa que le vio crecer como maldito. De cualquier forma, no es eso lo que tiene en mente.
—No, querida —responde solemne, acariciando con el pulgar el hueco de su garganta—. Eres tú la que nos dejas.
Aprieta la mano y clava la uña en la carne fría, rompiendo las cuerdas vocales de la quimera, que tan sólo puede vomitar sangre a borbotones. Sus ojos ya no se mofan. Se abren desmesurados mientras abre y cierra la boca, como un pez en tierra en busca de oxígeno. Aferra su muñeca con la fuerza de miles de vidas sesgadas. Pero la que él lleva en su conciencia, es más poderosa.
Ríos de néctar se escurren por su piel, tiñéndola del color de las rosas en verano, impregnándola con el olor de la necesidad más imperiosa. Su estómago ruge y la boca se le hace agua. Sus colmillos crecen, mientras sus pupilas inexpresivas se deleitan con los temblores de la quimera. Los estertores de una muerte inminente y deseada.
Se obliga a no desear la sangre que le mancha. Pero no puede resistir la tentación de su llamada. Se agarra a su cuello con un ansia inesperada y bebe como la primera vez, sin freno. Y esta vez no importa. No tiene por qué parar si no lo desea. Y sigue tragando el maná que le da la vida, deleitándose con su sabor a justicia y dulce venganza.

Epígrafe para un libro condenado

Podría intentar definir mi blog, pero realmente no encontraría palabras para hacerlo. Lo más seguro es que pecara de soberbia y me atribuyera adjetivos que nunca se han relacionado con lo que escribo. Buscando un día, encontré estas palabras de Baudelaire y las he tomado prestadas. Es la mayor muestra de vanidad que ha invadido alguna vez: utilizar lo que él ha escrito para definir mis letras. Pero no he podido resistirme:


Lector apacible y bucólico,
Sobrio e ingenuo hombre de bien,
Tira este libro saturnal,
Orgiástico y melancólico.
Si no has estudiado retórica
Con Satán, el astuto decano,¡tíralo!,
no entenderías nada,
o me creerías histérico.
Mas si, sin dejarse hechizar,
Tus ojos saben hundirse en los abismos,
Léeme para aprender a amarme;
Alma singular que sufres
Y vas buscando tu paraíso,
¡compadéceme!... si no, ¡te maldigo!


Charles Baudelaire (1821-1867)

VIII. Cenizas





La ira de los malditos no tarda en golpearles con fuerza.
Pocos meses después del comienzo de su idílica relación, la tormenta se desata. Ella es apresada y él, confinado en sus habitaciones. Sólo sabe que hay un juicio contra su amada, pero ni siquiera se le permite asistir. Encerrado entre las cuatro paredes de su habitación, ruge de ira y frustración. De incertidumbre.
Cuenta los pasos de una pared a otra. Arriba y abajo. Derecha e izquierda. Dieciocho pasos interminables en cualquier dirección que se convierten en centenares de tantas veces como los recorre.
¿Por qué tardan tanto? ¿Por qué un juicio? ¿Acaso no pueden dejarles vivir en paz?
Se abalanza contra la puerta. La golpea. Raspándose los nudillos, haciéndolos sangrar. Está encerrado y sin escapatoria. Si todavía hubiera necesitado el aire para respirar, ya estaría muerto, asfixiado. Las paredes se empiezan a estrechar en su mente, reduciendo su espacio hasta apenas unos centímetros. Gimotea, encogido en una esquina, entre dos muros.
Él está encerrado y su amada se enfrenta sola a la ira y el odio. A la envidia y al despecho. Al deseo frustrado. Al rencor de los seres más poderosos de la Tierra.
¡Él debería estar con ella! ¿Por qué no le han llevado con ella?
Se la imagina, erguida y desafiante frente a sus jueces. Sin temor en el corazón. La vampira más bella entre toda la perfección. Atravesando a todos los presentes con su mirada oscura y feroz.
Su amada. La única mujer que ha morado en su corazón.
Abatido, golpea la cabeza una y otra vez contra la pared. El dolor que sintió al transformarse, no es comparable a la tortura que ahora recorre su cuerpo vacío. El temor. El miedo. No, el pavor por lo que puedan depararles las mentes perversas que moran en la mansión es mayor de lo que nunca pudo imaginarse.
Tiembla. Se estremece. Su vívida imaginación hace que su confinamiento resulte aún más doloroso.
¿Qué le estarán haciendo?
Por fin, la puerta se abre. Varios vampiros cubiertos con capas negras se acercan hasta rodearle.
—Los jueces han tomado una decisión —informa uno de ellos con voz neutra—. Acompáñanos y escucharás el veredicto.
¿También él habrá sido juzgado?
Una oleada de furia recorre sus venas, pero su carácter débil le hace encogerse y seguir a la comitiva por los pasillos angostos. Llegan al gran salón, engalanado con velas rojas y cirios negros, iluminando únicamente a la prisionera encadenada.
Su amada encadenada.
En su rostro apenas expresivo puede leer la mezcla de sus emociones. Ira, sed de venganza y un apenas esbozado abatimiento. La maldad flota en el ambiente, impregnándolo todo con su olor a muerte y destrucción. Sea lo que fuere que allí se ha dicho, no augura nada bueno.
—Toma asiento —le ordena la quimera; nunca más volvería a considerarla suya.
Obedece. ¿Qué otra opción le queda, rodeado de centinelas? Por el rostro de su amada pasa una expresión de tristeza, que no tarda en eliminar, volviendo a la inexpresividad. Ella sabe algo que él ignora. O tal vez se lamenta por algo que ambos siempre han sospechado. Él nunca podrá salvarla de esa situación. No tiene el coraje para ello. Y ni siquiera el amor ha conseguido infundirle valor.
—Se te ha juzgado, por tu traición a la hermandad de la sangre —la quimera habla de nuevo en dirección a su amada.
—¿Qué traición?
Él se clava las uñas en los muslos y espera atento que la mujer continúe con su explicación.
—Fuiste creada para nuestro alimento, para servir a quién te reclamase —continúa—. Y en lugar de mostrarte agradecida y sumisa, envenenaste la mente de este vampiro recién creado para obligarle a transformarte, despreciando así la llamada de uno de los antiguos maestros.
El rostro del aludido no está tan radiante como el de la quimera, y eso sólo puede significar una cosa. La mujer se ha salido con la suya. Él no será castigado. ¿Pero qué será de Ella?
—Por tanto, se te condena a morir al amanecer —la vampira se levanta para darle un gesto aún más teatral a su actuación. Su sonrisa es malvada, llena de promesas de tormento y dolor—. Podrás ver por última vez la salida del sol.
Se vuelve para salir del salón, dejando atrás a la prisionera, a la que empiezan a cargar con cadenas. Olvidando también al antiguo maestro, que se balancea hacia delante y hacia atrás, moviendo los labios, repitiéndose a sí mismo una letanía que le ayude a olvidar lo que con su avaricia ha provocado. Y dejándole a él atormentado por lo que acaba de escuchar. Esta vez sí ha reconocido la voz de la muerte en la garganta de la quimera. Una voz rasgada, cavernosa, sibilante. Una voz que no olvidará, por muchos siglos que sus pies hollen el mundo de los hombres. La voz que acaba de destrozar sus sueños y sus esperanzas. La que acaba condenar a su amada a un último amanecer.
Y quedan escasos minutos para la salida del sol.

Sigue a los guardias que custodian a su amada hasta la piedra de los sacrificios. Allí, en un antiguo dolmen prehistórico, encadenan sus pies descalzos con grilletes de bronce, de un centímetro de grosor. Desgarran su ropa, dejándola expuesta a la crudeza de los elementos. Y él atiende impasible al espectáculo, desde la habitación blindada que les permitirá ver la salida del sol, pero que negará a sus rayos la posibilidad de dañarlos.
Ella ayuda a sus verdugos, sin pelear, sin resistirse a la muerte que pronto la sobrevendrá.
Está asustada. Su rostro hace rato que ha dejado de ser una máscara y se muerde los labios con fuerza. Sus ojos oscuros están abiertos, sus pupilas casi extraviadas. Mira hacia todos los lados, evitando el lugar por dónde saldrá la bola de fuego que es mortal para los inmortales. Sus manos tiemblan al quitarse los restos de la blusa y abraza su cuerpo desnudo, sujetando los estremecimientos que se han apoderado de ella en cuestión de segundos.
A una señal, los vampiros huyen del lugar, sellando con rapidez la única entrada a la mansión. En ese momento, su cerebro sale del letargo en el que ha estado sumido, y comprende por primera vez la catástrofe que se avecina. Apoya las manos en el cristal que le separa de su amada, tanteándolo, dándose cuenta de que ya no puede salvarla. Un grito se escapa de su garganta, alertándola de que el amanecer se acerca.
El cielo empieza a clarear por el este, primero azul oscuro, luego gris. Después, el rosado que precede a los primeros rayos.
Golpea el cristal con fuerza, lanzando alaridos incoherentes. Ella los oye, pero parece haber aceptado al fin su destino. Se yergue en la piedra sagrada, con lágrimas en los ojos y una sonrisa valiente en sus labios rojos.
El no lo acepta y se abalanza contra el cristal protector una y otra vez, inútilmente. Grita palabras de amor y esperanza, pero Ella no le escucha. Alza una mano hasta su pecho, rozando la marca que él dejó sobre su seno la primera vez que bebió, y que fue tatuando cada vez que se alimentaba. Después, levanta la mano en su dirección, diciéndole adiós y susurrando un “te amo” que él no alcanza a entender.
La voz se le rompe en un último grito y se pega al cristal cuando el sol empieza a alzarse en el horizonte. Suplica a los verdugos que le permitan salir y morir con Ella. Ruega y solloza al mismo tiempo. Grita que la ama, que pronto estarán juntos de nuevo.
Llora lágrimas de sangre.
Y maldice al dios de los mortales por haberle condenado a la desdicha eterna.
Mientras, la ve despedirse de él, en un adiós que se desintegra en cenizas.

VII. Felicidad





Siglos después, todavía recuerda los meses que siguieron a esa noche como los más felices de su vida. Pero, ¿qué es la felicidad?
Es saber a tu amada a tu lado, dándote la mano, apretándola fuerte y diciéndole al mundo que estará junto a ti durante toda la eternidad, cada segundo inventado de este mundo incierto. Que lo primero que veas, al despertar cada noche, sean sus ojos y lo último que sientas, antes de dormir al amanecer, sean sus labios acariciándote y su voz susurrando que tengas dulces sueños.
Es poder entregarte entero, sin ligaduras, sin miedos, sin reservas. Es poner tu vida en las manos de tu amada y saber que la tratará mejor de lo que tú mismo puedes hacerlo. Con más ternura de la que jamás recibirás. Que la mimará y la protegerá de cualquier mal. Y que Ella deposite su alma en tu corazón, que te la ceda para que puedas abrazarla a placer, para que puedas acurrucarte con ella.
Es poder compartir cada sensación, cada momento de alegría, cada instante de placer.
Es que alguien te ame y te pueda enseñar a quererte a ti mismo. Es aprender a quererte a ti mismo y de esa forma poder amar a los demás. Que te vea capaz de todo y te ayude a creer que eres capaz de hacer cualquier cosa. Que sepa tus limitaciones y te acoja en sus brazos en la ardua tarea de que tú mismo las asimiles. Que cure cada parte rota de tu alma, que la cosa con pedazos de la suya propia. De tal forma que puedas hacer tú lo mismo por Ella si algún día lo necesita.
Es saber que estarás acompañado en la más cruda soledad, porque tu amada está en tu mente y sabes que tú estás siempre en la suya.
Es poder besar esa boca con sabor a ti todas las noches. Conocer su lengua, su paladar. Cada recóndito rincón de su carne blanda.
Es ver el sol en la noche, la primavera en el invierno, nueva vida en el cementerio.
Por primera vez, sabe lo que es hacer el amor con una mujer. Por primera vez puede disfrutar de una unión en toda su magnitud.
Aquella primera noche, tumbados en la arena blanda de la playa de la laguna, la hace suya en cuerpo y alma, asegurándose que nunca nadie pueda arrebatársela. Durante los meses siguientes, le enseña todas las maneras que conoce de recibir y otorgar placer. Pero sólo Ella puede enseñarle el placer que puede proporcionar el amor.

Desgraciadamente, una afrenta es difícil de olvidar, y el vampiro que reclamó a su amada, ha tenido mucho tiempo para maquinar su venganza. Nunca les perdonará verles llegar juntos aquella primera y gloriosa noche. De la mano. Y ambos inmortales.
Tampoco su quimera, que no se resigna a dormir sola, ni a haber sido relegada a un segundo plano acepta la posibilidad de perderle. Nunca nadie la ha rechazado, hasta ese momento. Y su mente perversa espera el momento de hacérselo pagar.
Pero los amantes, se creen invencibles mientras permanecen juntos. Y no alcanzan a ver que están a un paso de la destrucción.