I. La Tarjeta




I. LA TARJETA

—¿Tú qué harías si un hombre te diera una tarjeta?
—¿Qué hombre?

Su memoria se internó en el pasado reciente. ¿Qué hombre? Recordó una loca carrera a través de un restaurante, chocando con carritos y bandejas; con camareros enfadados que apenas podía ver a través del velo de sus lágrimas. Los gritos sorprendidos de la gente la siguieron hasta la calle, donde siguió corriendo, empujando a más gente, que se volvía airada en su dirección.
A él no pudo empujarlo y cayó al suelo, quedando sin aliento al alzar la mirada.

—Un desconocido —hizo una pausa para aspirar el humo del cigarrillo—. Un completo desconocido.
—¿Es atractivo?

Su cuerpo se estremeció al visualizar de nuevo los duros músculos de su abdomen, perfectamente delineados bajo la ajustada camiseta negra. Sus pectorales desarrollados, sus pezones endurecidos. Sus propios pechos se tensaron al recordar la calidez de las grandes manos levantándola; los bíceps abultados bajo sus frágiles dedos. Volvió a recordar las facciones duras y angulosas, tan morenas en contraste con sus ojos ambarinos… Se maldijo por no haber tocado ese pelo negro que caía desordenado a ambos lados de la mandíbula.

—Sí —exhaló el humo y apagó el cigarro—. Mucho
—¿Y qué pone en la tarjeta?

El hombre la había observado detenidamente, casi como si estuviera espiando su alma. La soltó un instante, sin preocuparse por estar parados en medio de la calle, entorpeciendo al resto de los peatones, que maldecían y la empujaban sin piedad. A él no le tocaba nadie. Sacó una tarjeta del bolsillo y se la tendió. Su voz grave aún continuaba enroscada en su estómago, mandando oleadas de placer a su vientre y más abajo.
—Ven esta noche —ni un saludo, ni un nombre, ni una sonrisa—. Tengo algo que tú necesitas.
Sin más, la dejó allí parada, recorriendo con la mirada los caracteres negros que adornaban la sencilla tarjeta blanca de un conocido hotel.

—Una dirección y una hora. A medianoche. Habitación 609.
—¿Y Peter?

No quería recordar su despedida, ni las duras palabras que la otorgó en el privado del restaurante, mientras pellizcaba el pezón desnudo de una rubia despampanante y la otra mano se perdía en su falda bajo la mesa. El gemido agudo que soltó la mujer fue prueba más que suficiente para saber qué estaría haciendo con los dedos entre sus piernas.
—¿La ves? —había preguntado Peter con una sonrisa—. Está mojada y me caben tres dedos en su vagina. Está excitada. Mueve sus caderas contra mi mano. Probablemente me pedirá que la folle poco antes de llegar al orgasmo —la miró a los ojos mientras continuaba dando placer a la rubia—. Tú ni siquiera abrirías los ojos para decirme que me apartara. Ni te humedecerías con mis caricias. Tus pezones ni siquiera se pondrían duros en mi boca. Mira éstos —bajó la cabeza para lamer el botón tirante—. Duro y jugoso. Puedo lamer cada arruga de su carne —estrujó el pecho en la mano, haciendo gimotear a la mujer—. Podré beberme los flujos de su corrida en unos instantes. ¿Cuándo has sido tú capaz de llegar al orgasmo?
Se arrodilló entre sus piernas y pronto pudo oír los ruidos que hacía su lengua al limpiar la humedad de la rubia. No apartó la boca para espetar:
—Vuelve cuando realmente quieras que te folle un hombre.
Entonces había corrido, dejando a la rubia gritando de placer y al hombre bebiendo su orgasmo.

Encendió otro cigarrillo y aspiró con fuerza el humo.
—Peter es historia.
—¿Irás esta noche?
Sacó de nuevo la tarjeta blanca y leyó las letras impresas en negro. Medianoche. Habitación 609.
—Creo… Creo que sí.

2 comentarios:

Iris Martinaya dijo...

Por fin la he leído entera, ahora estoy, preparada para el siguiente, lo espero con ganas, con muchas ganas.

Besos

Sammet dijo...

Un comienzo maravilloso. Me voy directo a leer los otros capítulos.
Y desde ya, me vuelvo tu seguidora.

Besos

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