Al principio, la sangre es como vinagre en las heridas abiertas. Penetra
entre las grietas de sus labios, recorriendo en segundos su organismo,
aumentando la agonía hasta límites insospechados. Invade su cuerpo como un
maligno tumor, infectando su ser con el peor de los males.
Pero, pronto, el dolor da paso a un hambre voraz. Un hambre por el que
es capaz de matar; de asesinar. Una sed por la que arrasaría ciudades enteras…
si tuviera la fuerza necesaria para hacerlo.
Abre la boca esperando más.
Y sisea cuando un chorro ardiente salpica en su lengua y se desliza
por su garganta. Una bebida que quema, pero que le devuelve la vida.
Traga ansioso e intenta levantarse a por más.
No puede. El estómago le pesa de puro vacío.
Pero necesita más.
En su ansia por encontrar un alimento que no llega, tensa sus músculos
atrofiados. Un tormento semejante no lo ha imaginado nunca. Una angustia tan
letal no la ha concebido nadie jamás. Se siente como uno de esos sueños en los
que quieres correr, pero parece que han puesto plomo en tus pies. En este caso,
el plomo lo tiene en su mismo centro, intentando partirle por la mitad.
Ruge de furia, ante tamaña injusticia. Sabe que tiene lo que necesita
al alcance de su mano y no es capaz de alzarse unos centímetros para tomarlo.
Siente sus colmillos crecer, como si tuvieran vida propia. Se alargan como
queriendo llegar donde él con su cuerpo no puede. Maldice al hacerse el dolor
más agudo. Sus encías se resisten ante esa alteración de la naturaleza, y algo
parece tirar de las raíces. Pero los caninos no dejan de estirarse y afilarse.
Pasa la lengua por uno de ellos, clavándoselo como si fuera una delgada aguja.
Grita.
Necesita la sangre. Necesita alimentarse. O su resurrección no habrá
servido para nada.
Se encoge por el tormento, pero consigue alzarse. Abre los ojos, pero
continúa ciego. Sólo el gusto y el tacto han vuelto a funcionarle.
Y también el olfato, a juzgar por el aroma tan apetitoso que le llega
desde su derecha. Sonríe. Sus glándulas salivares empiezan a trabajar. Mueve la
mano hacia el olor a hierro fundido, que es como néctar de los dioses para sus
sentidos aún algo atrofiados. Toca algo tibio, blando, el lugar de dónde mana
su agua de vida. Lo agarra con fuerza y lo lleva a su boca.
Y clava sus colmillos recién nacidos con fuerza, notando que la carne
es sólo un ligero impedimento para conseguir lo que él desea. Un leve obstáculo
a superar, para las ganancias que le esperan. Unas ganancias que se escapan a
chorros inundando su boca con el líquido deseado.
Roja. Cálida. Pesada en su lengua… ¡Ah, tan sabrosa!
Sangre…
Su cuerpo cambia, mientras saborea su alimento. Pero esta vez no es
doloroso. Esta vez es el cambio que cualquier hombre desearía sufrir. Un cambio
que le volverá más fuerte, casi invencible.
Su lengua ya puede distinguir los diferentes componentes de la sangre;
puede incluso separarlos en su boca. También aprecia la textura realmente
áspera de la muñeca que antes le había parecido tan suave. Y su sabor a piedra…
¿Mármol?
A su nariz llegan una miríada de olores de mil sitios diferentes, y
todos a la vez. Casi puede intoxicarse con ellos. El más fuerte, el del maná
que traga con desesperación. Intensos son también el de las rosas y los lirios.
Pero bajo éstos, subyacen otros más desagradables. El de los claveles y los
gladiolos muertos. El de tierra húmeda y removida que da cobijo a insectos y
alimañas. El olor de las malas hierbas que crecen en los alrededores de una
tumba descuidada. El apestoso aroma de la carne corrompida y agusanada.
Y él está lamiendo la fuente de ese olor.
Se separa de un tirón, y cae sobre sus rodillas. Intenta abrir los
ojos.
Sigue ciego.
Pero esta vez no es por la falta de luz en sus pupilas, sino por una
sobredosis de ella. El blanco es abrasador. Aunque con la restitución de la
sangre perdida, sus córneas se humedecen y el calor se va entibiando. Ya no ve
blanco, sino rojo, que poco a poco se va aclarando en naranja y amarillo suave,
hasta que empieza a apreciar formas borrosas a su alrededor. Primero, sólo
bultos. Luego, figuras poco matizadas. Por fin es capaz de visualizar la
habitación en la que se encuentra. Busca a su alrededor, intentando encontrar a
la belleza causante de su caída en el mundo de los seres infernales.
Se espanta, se asusta, siente ganas de vomitar la sangre y morir en la
peor de las agonías.
¿Qué maldito engendro de la naturaleza le ha engañado?
Su piel ya no es tersa y blanca como el mármol, sino seca y marchita,
grisácea, escamada. Más propia de una anciana bruja que de una adolescente
voluptuosa. Sus curvas han desaparecido, dando paso a una extrema delgadez, que
resalta los pómulos, las clavículas y las caderas de una forma exagerada. No
quiere mirar los codos ni los huesos de las rodillas, que una vez le
fascinaron. Sus ojos se hunden en las cuencas, oscureciendo sus párpados y
coloreando de morado ennegrecido la piel bajo sus pupilas amarillentas. Posa la
mirada en su cabello, nido de sedosas plumas que han acariciado sus muslos con
la delicadeza del terciopelo. Ahora está seco y quebradizo, como la mies
cortada y secada al sol. Y su boca…
Esa boca, cueva de placeres infinitos, es un amasijo de carne en
descomposición, brillando en tonos granate por la sangre que la adorna. Se
limpia con la mano su propia boca, asqueado por haber conocido los pliegues más
recónditos de ese agujero inmundo. Y se está moviendo.
Agradece que sus oídos estén sordos ante el sonido chirriante que
probablemente está saliendo de esa garganta marchita. Todavía en el suelo, se
agacha hasta apoyar la cabeza sobre las rodillas. ¿El también se ha convertido
en un monstruo? ¿Le ha infectado el mismo veneno que corre por sus venas
podridas?
Ha bebido de su sangre corrompida. Es probable que le haya contagiado
la enfermedad que a ella le acucia. Palpa su rostro esperando encontrar un
cadáver. Pero es todo aparentemente normal.
Un espejo en la esquina más alejada, capta su atención. Se levanta de
un salto para ir al encuentro de la verdad, temiendo encontrarse frente a
frente con ella.
Bum, bum…
Bum, bum…
Se detiene expectante. Ese ruido seco le ha abierto el apetito y se le
hace la boca agua. Sus colmillos vuelven a alargarse, intuyendo algo qué él
todavía no ha reconocido. Viene de fuera de la habitación, pero se acerca,
lentamente. Directo a la morada del diablo.
Gira la cabeza hacia el ser que le ha hecho ver el lado más oscuro de
las tinieblas, sobresaltándose al apreciar de nuevo la belleza de la que ha
sido su quimera durante años. La mujer sonríe de forma enigmática, como si
supiera la lucha que se está librando en su interior.
—Ahora descubrirás los placeres de tu nueva vida
Su voz sigue siendo miel y azúcar. Alza los ojos al cielo,
agradeciendo ese regalo tan necesario.
Se abre la puerta y entra… Ella.
Si su corazón no estuviera muerto, se habría detenido en el instante
en que sus ojos la ven. Hermosa… Cálida… Viva… Una sirvienta en la plenitud de
su existencia. Con sangre joven y olor a especias. Como un imán para su
desgarradora, nueva necesidad.
Se acerca firme, con andar seguro. Sin temor a enfrentarse al ser más
peligroso de la naturaleza. Su rostro es neutro, ninguna expresión marca sus
rasgos. Pero él puede oler su inquietud, saborear sus dudas.
Deteniéndose frente a él, desabrocha el cuello de su camisa,
mostrándole la vena palpitante que recorre su cuello hasta la clavícula. Un
músculo tiembla en su mandíbula de lo fuerte que la mantiene apretada. Único
signo de desconformidad con la situación.
Él alza una mano para continuar desabrochando botones, hasta llegar al
último el cual deja en el ojal. Retira con ambas manos la fina tela de sus
hombros, bajándola hasta los codos de la mujer, acariciando su piel suave y
aterciopelada como la de un melocotón. Se arrodilla frente a ella y acerca el
rostro a su pecho izquierdo, a la altura del corazón.
No quiere morderla. No quiere violar ese cuerpo joven con su infecta
necesidad. Pero sabe que lo hará. Su sed es grande y su necesidad mayor aún.
Oye los pensamientos de Ella en su cabeza, haciéndose eco de los
propios. ¿Podría beber de ella sin matarla? ¿Sabría detenerse en el momento
justo?
Levanta los ojos hasta posarlos sobre su mirada y sonríe culpable, antes
de responder:
—Supongo que lo averiguaremos juntos.
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