Las noches vuelven a ser frías y solitarias. Pavorosas. La sed es
insoportable. Se ha negado a beber de otra mujer que no sea Ella.
Pero Ella está muerta. Su cuerpo convertido en polvo. Carbonizado.
No duerme. Cada vez que sus ojos se cierran, ve a su amada alzando la
mano en un adiós que lentamente se va consumiendo, prendiendo en las llamas del amanecer. Su
pelo negro ardiendo como la yesca, llevando fuego hasta la cabeza alta.
Convirtiendo su cuerpo hermoso en una bola ígnea que se va deshaciendo a
pedazos.
Nada queda ahora de Ella. El viento se ha llevado sus restos,
mezclándola con la tierra y el agua.
No queda nada.
Sentado en el suelo de su habitación, se abraza las rodillas y hunde
el rostro entre los brazos. Ni siquiera el hedor de su cuerpo sucio y ajado
puede hacerle olvidar la repulsión que sintió al aspirar a su amada en llamas.
Incluso un ser tan hermoso apesta al ser incinerado.
No puede tolerar ese pensamiento. Es una blasfemia para su recuerdo.
Ella era perfecta… Pero ya no puede recordar su olor a sangre y a especias.
Solloza con fuerza, arañándose las mejillas, dejando que las gotas de
sangre se deslicen por su cuello sucio y se mezclen con su ropa casi deshecha.
Al menos, no gritó. Puede oír todavía su risa, su voz aterciopelada
susurrándole palabras de consuelo; cantando sonatas de amor bajo el brillo de
la luna. Ningún grito de dolor; ni siquiera cuando la mordió. Ella siempre tuvo
el valor que necesitaban los dos.
El valor que a él le había faltado para salvarla.
Nuevos gemidos desgarran su pecho al recordarla. Tan joven…
Nunca debió convertirla en vampiro. Debió rechazarla cuando tuvo la
posibilidad. Debió apartarse de ella, aunque le hubiera costado el alma.
Dejarla en manos de los poderosos para así salvarle la vida. Su dolor no habría
sido tan grande como el que ahora anida en su corazón.
Porque su debilidad la ha matado. No el sol. Su cobardía.
Los condenó a ambos a la tortura y al sufrimiento. Su egoísmo. Su
necedad. Mata todo lo que toca. Es una condena andante.
Y los que más se merecen la muerte continúan con sus vidas muertas
como si nada hubiera sucedido.
No, el antiguo llora su pérdida a pesar de haber sido uno de los que
la provocaron. Vaga como un alma en pena por los rincones de la mansión, con la
mirada extraviada, recordando a la mujer que ha llevado a la muerte por no
haberse rendido a sus deseos. Se arrepiente de lo sucedido y lo cambiaría si
pudiera. Debió recordar que no hay nada más implacable que la muerte de un
inmortal.
La quimera es otra historia.
Su alegría es notoria, incluso para él, que se ha aislado del mundo.
Oye su risa cantarina al otro lado de la puerta, llamándole, suplicándole que
vuelva a su lecho, gritando incoherencias que a él le son indiferentes.
Totalmente libre de castigo tras haber acabado con la vida de una inocente… con
las vidas de centenares de inocentes.
Todos saben su culpa, pero nunca nadie intentará juzgarla.
¿Nadie?
Su llanto se detiene y posa la mirada fría sobre los rayos de luna que
se cuelan en la habitación, iluminando los restos de las mangas de su camisa.
Se alza, apoyándose en la pared, haciendo caso omiso de las punzadas de dolor
que intentan traspasar su estómago vacío; su cuerpo sediento. Abre la puerta
del armario y empieza a sacar ropa limpia. Luego se dirige al baño para
asearse.
No puede ir vestido con harapos cuando encierre al diablo en su tumba
eterna.
Abre la puerta de la habitación en penumbras, esperando encontrarla
dándose un festín de sangre. Para su sorpresa, está dormida. Aletargada. Las
sábanas blancas ensangrentadas. Los labios de un rojo brillante. Varios cadáveres
de hermosas sirvientas esparcidos por el suelo, desgarrados y secos. El festín
ya ha tenido lugar.
Se acerca al lecho despacio, sin hacer apenas ruido para no
despertarla. Quiere verla, observarla, estudiar el rostro del Mal para no
volver a confundirlo.
Su piel, aunque pálida, parece cubrirse de rubor debido al exceso de
alimento. Su cabello, sedoso y negro, plateado en los lugares en los que la luz
de la luna lo ilumina.
Se sienta en el colchón, hundiéndolo, acercándola a él para poder
deslizar los dedos entre los suaves mechones, para acariciar la tersura de la
piel de sus mejillas.
Ella sonríe, despertándose, reconociendo los dedos que una vez le
dieron placer. Mueve los párpados de rizadas pestañas, sin intentar siquiera
ocultar el brillo que llamea jubiloso en sus pupilas.
—Has venido —su voz cantarina, como la de una niña que ha recibido un
regalo.
Asiente con expresión grave, pero no con la mortal seriedad que abruma
su pecho. Ella alza una mano para acariciar su rostro, y él se muerde los labios
con fuerza para no mostrar el asco que le provoca su tacto.
Recorre con los dedos los tendones del cuello, intentando no delatarse
mirando la vena de su garganta. Una vena que no palpita, pero que está llena de
sangre.
Su quimera…
Durante años le atormentó su recuerdo. Una sola noche disfrutó de su
cuerpo. Y el resto del tiempo le ha inquietado su mera existencia. Ya ni
siquiera recuerda qué fue lo que le atrajo de ella.
—He venido a despedirme —su voz ronca por el dolor que soporta,
resuena en la estancia teñida de muerte
Se incorpora en la cama, hasta casi rozar sus labios, con el rostro
contraído de furia e incredulidad.
—¿Te vas?
La pregunta es una burla. No le ofende. Todos saben que nunca será
capaz de una acción tan osada como abandonar la casa que le vio crecer como
maldito. De cualquier forma, no es eso lo que tiene en mente.
—No, querida —responde solemne, acariciando con el pulgar el hueco de
su garganta—. Eres tú la que nos dejas.
Aprieta la mano y clava la uña en la carne fría, rompiendo las cuerdas
vocales de la quimera, que tan sólo puede vomitar sangre a borbotones. Sus ojos
ya no se mofan. Se abren desmesurados mientras abre y cierra la boca, como un
pez en tierra en busca de oxígeno. Aferra su muñeca con la fuerza de miles de vidas
sesgadas. Pero la que él lleva en su conciencia, es más poderosa.
Ríos de néctar se escurren por su piel, tiñéndola del color de las
rosas en verano, impregnándola con el olor de la necesidad más imperiosa. Su
estómago ruge y la boca se le hace agua. Sus colmillos crecen, mientras sus
pupilas inexpresivas se deleitan con los temblores de la quimera. Los
estertores de una muerte inminente y deseada.
Se obliga a no desear la sangre que le mancha. Pero no puede resistir
la tentación de su llamada. Se agarra a su cuello con un ansia inesperada y
bebe como la primera vez, sin freno. Y esta vez no importa. No tiene por qué
parar si no lo desea. Y sigue tragando el maná que le da la vida, deleitándose
con su sabor a justicia y dulce venganza.
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