VIII. Cenizas





La ira de los malditos no tarda en golpearles con fuerza.
Pocos meses después del comienzo de su idílica relación, la tormenta se desata. Ella es apresada y él, confinado en sus habitaciones. Sólo sabe que hay un juicio contra su amada, pero ni siquiera se le permite asistir. Encerrado entre las cuatro paredes de su habitación, ruge de ira y frustración. De incertidumbre.
Cuenta los pasos de una pared a otra. Arriba y abajo. Derecha e izquierda. Dieciocho pasos interminables en cualquier dirección que se convierten en centenares de tantas veces como los recorre.
¿Por qué tardan tanto? ¿Por qué un juicio? ¿Acaso no pueden dejarles vivir en paz?
Se abalanza contra la puerta. La golpea. Raspándose los nudillos, haciéndolos sangrar. Está encerrado y sin escapatoria. Si todavía hubiera necesitado el aire para respirar, ya estaría muerto, asfixiado. Las paredes se empiezan a estrechar en su mente, reduciendo su espacio hasta apenas unos centímetros. Gimotea, encogido en una esquina, entre dos muros.
Él está encerrado y su amada se enfrenta sola a la ira y el odio. A la envidia y al despecho. Al deseo frustrado. Al rencor de los seres más poderosos de la Tierra.
¡Él debería estar con ella! ¿Por qué no le han llevado con ella?
Se la imagina, erguida y desafiante frente a sus jueces. Sin temor en el corazón. La vampira más bella entre toda la perfección. Atravesando a todos los presentes con su mirada oscura y feroz.
Su amada. La única mujer que ha morado en su corazón.
Abatido, golpea la cabeza una y otra vez contra la pared. El dolor que sintió al transformarse, no es comparable a la tortura que ahora recorre su cuerpo vacío. El temor. El miedo. No, el pavor por lo que puedan depararles las mentes perversas que moran en la mansión es mayor de lo que nunca pudo imaginarse.
Tiembla. Se estremece. Su vívida imaginación hace que su confinamiento resulte aún más doloroso.
¿Qué le estarán haciendo?
Por fin, la puerta se abre. Varios vampiros cubiertos con capas negras se acercan hasta rodearle.
—Los jueces han tomado una decisión —informa uno de ellos con voz neutra—. Acompáñanos y escucharás el veredicto.
¿También él habrá sido juzgado?
Una oleada de furia recorre sus venas, pero su carácter débil le hace encogerse y seguir a la comitiva por los pasillos angostos. Llegan al gran salón, engalanado con velas rojas y cirios negros, iluminando únicamente a la prisionera encadenada.
Su amada encadenada.
En su rostro apenas expresivo puede leer la mezcla de sus emociones. Ira, sed de venganza y un apenas esbozado abatimiento. La maldad flota en el ambiente, impregnándolo todo con su olor a muerte y destrucción. Sea lo que fuere que allí se ha dicho, no augura nada bueno.
—Toma asiento —le ordena la quimera; nunca más volvería a considerarla suya.
Obedece. ¿Qué otra opción le queda, rodeado de centinelas? Por el rostro de su amada pasa una expresión de tristeza, que no tarda en eliminar, volviendo a la inexpresividad. Ella sabe algo que él ignora. O tal vez se lamenta por algo que ambos siempre han sospechado. Él nunca podrá salvarla de esa situación. No tiene el coraje para ello. Y ni siquiera el amor ha conseguido infundirle valor.
—Se te ha juzgado, por tu traición a la hermandad de la sangre —la quimera habla de nuevo en dirección a su amada.
—¿Qué traición?
Él se clava las uñas en los muslos y espera atento que la mujer continúe con su explicación.
—Fuiste creada para nuestro alimento, para servir a quién te reclamase —continúa—. Y en lugar de mostrarte agradecida y sumisa, envenenaste la mente de este vampiro recién creado para obligarle a transformarte, despreciando así la llamada de uno de los antiguos maestros.
El rostro del aludido no está tan radiante como el de la quimera, y eso sólo puede significar una cosa. La mujer se ha salido con la suya. Él no será castigado. ¿Pero qué será de Ella?
—Por tanto, se te condena a morir al amanecer —la vampira se levanta para darle un gesto aún más teatral a su actuación. Su sonrisa es malvada, llena de promesas de tormento y dolor—. Podrás ver por última vez la salida del sol.
Se vuelve para salir del salón, dejando atrás a la prisionera, a la que empiezan a cargar con cadenas. Olvidando también al antiguo maestro, que se balancea hacia delante y hacia atrás, moviendo los labios, repitiéndose a sí mismo una letanía que le ayude a olvidar lo que con su avaricia ha provocado. Y dejándole a él atormentado por lo que acaba de escuchar. Esta vez sí ha reconocido la voz de la muerte en la garganta de la quimera. Una voz rasgada, cavernosa, sibilante. Una voz que no olvidará, por muchos siglos que sus pies hollen el mundo de los hombres. La voz que acaba de destrozar sus sueños y sus esperanzas. La que acaba condenar a su amada a un último amanecer.
Y quedan escasos minutos para la salida del sol.

Sigue a los guardias que custodian a su amada hasta la piedra de los sacrificios. Allí, en un antiguo dolmen prehistórico, encadenan sus pies descalzos con grilletes de bronce, de un centímetro de grosor. Desgarran su ropa, dejándola expuesta a la crudeza de los elementos. Y él atiende impasible al espectáculo, desde la habitación blindada que les permitirá ver la salida del sol, pero que negará a sus rayos la posibilidad de dañarlos.
Ella ayuda a sus verdugos, sin pelear, sin resistirse a la muerte que pronto la sobrevendrá.
Está asustada. Su rostro hace rato que ha dejado de ser una máscara y se muerde los labios con fuerza. Sus ojos oscuros están abiertos, sus pupilas casi extraviadas. Mira hacia todos los lados, evitando el lugar por dónde saldrá la bola de fuego que es mortal para los inmortales. Sus manos tiemblan al quitarse los restos de la blusa y abraza su cuerpo desnudo, sujetando los estremecimientos que se han apoderado de ella en cuestión de segundos.
A una señal, los vampiros huyen del lugar, sellando con rapidez la única entrada a la mansión. En ese momento, su cerebro sale del letargo en el que ha estado sumido, y comprende por primera vez la catástrofe que se avecina. Apoya las manos en el cristal que le separa de su amada, tanteándolo, dándose cuenta de que ya no puede salvarla. Un grito se escapa de su garganta, alertándola de que el amanecer se acerca.
El cielo empieza a clarear por el este, primero azul oscuro, luego gris. Después, el rosado que precede a los primeros rayos.
Golpea el cristal con fuerza, lanzando alaridos incoherentes. Ella los oye, pero parece haber aceptado al fin su destino. Se yergue en la piedra sagrada, con lágrimas en los ojos y una sonrisa valiente en sus labios rojos.
El no lo acepta y se abalanza contra el cristal protector una y otra vez, inútilmente. Grita palabras de amor y esperanza, pero Ella no le escucha. Alza una mano hasta su pecho, rozando la marca que él dejó sobre su seno la primera vez que bebió, y que fue tatuando cada vez que se alimentaba. Después, levanta la mano en su dirección, diciéndole adiós y susurrando un “te amo” que él no alcanza a entender.
La voz se le rompe en un último grito y se pega al cristal cuando el sol empieza a alzarse en el horizonte. Suplica a los verdugos que le permitan salir y morir con Ella. Ruega y solloza al mismo tiempo. Grita que la ama, que pronto estarán juntos de nuevo.
Llora lágrimas de sangre.
Y maldice al dios de los mortales por haberle condenado a la desdicha eterna.
Mientras, la ve despedirse de él, en un adiós que se desintegra en cenizas.

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