III. Promesas Cumplidas





Es una noche oscura. Bochornosa. Nubes bajas de lluvia encapotan el cielo, inundándolo con un calor sofocante. No corre el aire. Tan sólo el cálido aliento del mal, impregnando el ambiente con un sudor pegajoso.
Un alma vaga, solitaria, a través de las calles angostas. No observa su alrededor temeroso, se siente protegido más allá de cualquier amenaza; se encamina hacia un peligro aún mayor.
Al revés de lo que todo el mundo puede pensar, el mal no lo encarna el diablo, ni los demonios, ni Satanás. El verdadero Mal tiene la figura de una hermosa joven de diecisiete años. Con su boca y su sed de sangre es capaz de atrocidades mayores que las que pueden verse en una guerra o en una catástrofe. Y él va a su encuentro gustoso. Ansioso. Anhelante por descubrir los deleites que esa roja boca puede ofrecerle.
Excitado.
Un estremecimiento le recorre de la cabeza a los pies, casi como una premonición, endureciéndole hasta traspasar la barrera del dolor.
En su campo de visión aparece la mansión olvidada, de sólida piedra gris. Sólo los ojos inmortales saben de las aberraciones que se llevan a cabo entre sus paredes. Pronto, él también sabrá y participará de ellas. Sigue con la mirada la forma retorcida de la hiedra, hasta la única ventana iluminada en el segundo piso. Una oscura sombra con formas de mujer pasea  frente a la luz.
Llega a la gruesa puerta de madera de nogal, con una aldaba de oro en forma de corazón. Antiguamente, había sido una casa de placer. Actualmente… Una sonrisa sarcástica curva sus carnosos labios. Sí, puede decirse que sus moradores encuentran un macabro placer en lo que sucede bajo ese techo de pizarra.
Llama tres veces. Un muchacho de apenas trece años, rubio y pálido como un espectro, abre la puerta y le invita a entrar.
—Le esperábamos, señor —es su único saludo.
Su voz suena tan aflautada como su aspecto hace suponer. Su rostro carece de cualquier emoción visible, y las marcas en sus brazos y cuello le hacen saber que no tiene nada que temer de él.
Un sonido como el de una tumba resuena en la mansión al cerrarse la puerta. Como en una tumba, ya no hay marcha atrás. Ningún ser que haya penetrado en la mansión, ha salido de nuevo; al menos, no de la misma forma en la que ha entrado.
Sigue al joven por las escaleras chirriantes hasta la habitación iluminada. La puerta está abierta y el espectáculo es siniestro, aterrador… y a la vez tan hermoso…
Tan sólo una mente verdaderamente perversa puede haber decorado un cuarto como aquel. Rosa palo, como en la habitación de una niña, con cortinas de seda azul cielo. Muebles blancos con figuras infantiles y multitud de muñecas de porcelana delicadamente vestidas y mutiladas en formas desconcertantes. Nubes rojas adornan las sábanas de la gran cama con dosel. ¿Algún tipo de bordado? No.
Sangre oscura y goteante.
Sangre como la que mancha el níveo cuerpo de su amada.
Sangre como la que chorrea de la muñeca abierta de la criada, y que cae gota a gota sobre la boca expectante de su dueña, la niña-mujer más hermosa que sus ojos han contemplado alguna vez.
Apenas puede moverse, hipnotizado como está por el espectáculo. Algún sonido debe de hacer, pues los pálidos ojos giran, lánguidos, para observarle, sin que la mujer deje de alimentarse. Lentamente, su lengua recorre la herida, cerrándola con su poder. Se lame los labios, saboreando  con placer los últimos vestigios del líquido vital. Desde la puerta observa, incrédulo, cómo la criada agacha la cabeza para probar de la boca de su dueña, su propia sangre. Durante unos segundos, sus lenguas juegan sin pudor, hasta que la figura reclinada sobre la cama, empuja a la que antes le ha servido de alimento. La olvida tan pronto la despacha. Sus pupilas están ahora fijas en la figura inmóvil de la puerta.
Él.
Recorre su cuerpo con la mirada, cubierto apenas por una sábana de gasa que más revela que tapa. Sus pezones están erguidos y su cuerpo mórbido en tensión por lo que está por venir.
—¿Sigues queriendo lo que puedo ofrecerte?
Asiente con la cabeza, apenas un gesto imperceptible.
—Más que nunca —confirma mirando el cuerpo tentador.
Ella sonríe complacida y se recuesta sobre los altos almohadones que decoran la gran cama, como la reina que espera a su amante mendigo, deseosa de que él pueda apreciar la magnificencia de su vida. Una ronca carcajada surge de su apetecible garganta mientras su voz se enrosca alrededor de su pecho.
—Entonces, ven a buscarlo.
Se acerca lentamente a la bella maldita, apreciando lo que apenas cubre la transparente gasa. Las formas perfectas de la eterna juventud. Puede notar el hambre en sus propios ojos mientras la contempla, tendida en la cama, esperando sus caricias. Primero toca sus pies, pequeños y fríos, con las uñas pintadas de un rojo brillante.
Asciende por sus pantorrillas, posando apenas las yemas de los dedos sobre su piel aterciopelada. Regala sendos besos húmedos en las rodillas mientras arrastra el dobladillo de su camisón más arriba de sus caderas. Aprieta sus muslos antes de separarlos y recorrer con su lengua el camino que antes habían explorado sus manos.
Omite deliberadamente el único lugar realmente cálido de la joven provocando un siseo de descontento. Por el contrario, sigue subiendo su escasa ropa hasta dejar a la vista su ombligo, decorado por varias barras de oro blanco terminadas en diamantes, formando una perfecta estrella de cinco puntas. Lame y tironea de las joyas hasta que la oye gruñir de dolor.
No siente remordimientos, lo que ella pretende hacerle también dolerá.
Muerde su vientre una vez antes de quitarle el camisón manchado de sangre. Observa su cuerpo perfecto, instantes antes de agacharse a saborear sus pálidos pechos. Lame con deleite y los introduce en su boca, extasiado por poder poseerla como siempre ha ansiado. Moldea sus esculturales formas con sus manos antes de capturar esa boca de promesas infinitas. La besa con avidez, sintiendo la respuesta en sus pequeños dedos expertos, que le acarician el cuerpo tenso con pericia.
Le desnuda con celeridad. Deja huellas de fuego allí donde sus manos se posan. Enardeciendo su carne y sus sentidos, endureciendo su más primitivo instinto. Consiguiendo con una sola caricia lo que miles no habían logrado.
Pero cuando la punta de su miembro toca su tibieza, se incorpora y vuelve a la mujer hasta dejarla de rodillas. Su pelo negro se agita cuando ella gira la cabeza para gruñirle por encima del hombro.
—No, querida —susurra en su oído—. Si te comportas como un animal, te aparearás como un animal.
Y se entierra en ella con fuerza, oyendo cómo su ronco grito de placer reverbera en la habitación. Lentamente, da comienzo a la dulce tortura de la carne.
Se mueve despacio, disfrutando en su vientre del tacto de sus nalgas aterciopeladas. Deslizarse entre la húmeda cavidad de sus piernas provoca escalofríos en sus extremidades. Sentirse rodeado y apretado por ella causa estragos en todo su ser.
Sujeta con fuerza sus caderas cuando ella intensifica el ritmo, volviendo a establecer el compás adecuado para su unión. Por una vez, él tomará el mando, durante todo el tiempo que pueda conseguir.
La penetra despacio, acariciando cada centímetro en el que se hunde, empujando con furia, y soltando un gruñido bajo cuando su base choca con el principio de la mujer. Ella se aprieta alrededor, aumentando el íntimo contacto. Exprime en su interior cada embate compartido.
El placer empieza a arrastrarle. Gotas de sudor surcan su espalda y caen de su pelo, cegándole por momentos. Nada importa salvo tenerla a su merced. Pagará un precio mayor que una ceguera por su imprudencia. Pero la dejará satisfecha como nunca antes lo ha estado. Su vida… Bueno, más bien su futuro depende de ello.
Mueve la mano hasta alcanzar con sus dedos el lugar que la haría gritar de placer. Lo tortura, disfrutando de sus violentas sacudidas debajo de él, percibiendo como le aprieta con su resbaladiza estrechez.
Sabe que la liberación de la mujer está cercana. Puede notarlo en la intensidad de sus gritos, en sus espasmos, en la forma en la que cierra sus manos arrastrando las sábanas.
Una última embestida brutal y se separa de ella, empujándola contra el colchón.
El hermoso rostro está crispado por el placer insatisfecho y la creencia de que él va a abandonarla. Sonríe con suficiencia a esos ojos iracundos.
—¿Eso es todo lo que puedes darme? —gruñe esa dulce boca con aspereza.
Ahora la belleza abandona su rostro y una máscara de furia lo cubre, afeando los rasgos que habían causado su perdición.
Con un tirón de los tobillos, arrima a la mujer hasta el borde de la cama y se arrodilla en el suelo, entre sus piernas.
—Ni siquiera he empezado contigo —provoca con su respuesta, causando el desconcierto en la que ahora gobierna sus actos.

Comparten horas de placer extremo en ese dormitorio de muñeca infernal. Horas de placer en las que los límites los marca el deseo y no el sentido común. Su pequeña y lasciva vampira ronronea en su pecho, saciada después del festín. Sin embargo nunca es suficiente y desciende con su cuerpo hasta encajarlo de nuevo en su interior. Da un respingo al sentirla apretándolo, pero ella lo complace con su rítmico balanceo. Arriba y abajo. En un hipnotizante movimiento circular. El alza las caderas para encontrarse con ella y profundizar su incursión. Pero a los pocos minutos da rienda suelta a toda su pasión, embistiendo en sus entrañas, suplicando por la liberación.
Con un gruñido ronco se derrama dentro de ella, abrazando la descarga de adrenalina que le recorre, sin aplacar las convulsiones de su cuerpo mientras oleadas de dicha barren sus nervios, dejándole exhausto una vez más.
Y en ese momento, sus colmillos le perforan el cuello.

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