Es una noche oscura. Bochornosa. Nubes bajas de lluvia encapotan el
cielo, inundándolo con un calor sofocante. No corre el aire. Tan sólo el cálido
aliento del mal, impregnando el ambiente con un sudor pegajoso.
Un alma vaga, solitaria, a través de las calles angostas. No observa
su alrededor temeroso, se siente protegido más allá de cualquier amenaza; se
encamina hacia un peligro aún mayor.
Al revés de lo que todo el mundo puede pensar, el mal no lo encarna el
diablo, ni los demonios, ni Satanás. El verdadero Mal tiene la figura de una
hermosa joven de diecisiete años. Con su boca y su sed de sangre es capaz de
atrocidades mayores que las que pueden verse en una guerra o en una catástrofe.
Y él va a su encuentro gustoso. Ansioso. Anhelante por descubrir los deleites
que esa roja boca puede ofrecerle.
Excitado.
Un estremecimiento le recorre de la cabeza a los pies, casi como una
premonición, endureciéndole hasta traspasar la barrera del dolor.
En su campo de visión aparece la mansión olvidada, de sólida piedra
gris. Sólo los ojos inmortales saben de las aberraciones que se llevan a cabo
entre sus paredes. Pronto, él también sabrá y participará de ellas. Sigue con
la mirada la forma retorcida de la hiedra, hasta la única ventana iluminada en
el segundo piso. Una oscura sombra con formas de mujer pasea frente a la luz.
Llega a la gruesa puerta de madera de nogal, con una aldaba de oro en
forma de corazón. Antiguamente, había sido una casa de placer. Actualmente… Una
sonrisa sarcástica curva sus carnosos labios. Sí, puede decirse que sus moradores
encuentran un macabro placer en lo que sucede bajo ese techo de pizarra.
Llama tres veces. Un muchacho de apenas trece años, rubio y pálido
como un espectro, abre la puerta y le invita a entrar.
—Le esperábamos, señor —es su único saludo.
Su voz suena tan aflautada como su aspecto hace suponer. Su rostro
carece de cualquier emoción visible, y las marcas en sus brazos y cuello le
hacen saber que no tiene nada que temer de él.
Un sonido como el de una tumba resuena en la mansión al cerrarse la
puerta. Como en una tumba, ya no hay marcha atrás. Ningún ser que haya
penetrado en la mansión, ha salido de nuevo; al menos, no de la misma forma en
la que ha entrado.
Sigue al joven por las escaleras chirriantes hasta la habitación
iluminada. La puerta está abierta y el espectáculo es siniestro, aterrador… y a
la vez tan hermoso…
Tan sólo una mente verdaderamente perversa puede haber decorado un
cuarto como aquel. Rosa palo, como en la habitación de una niña, con cortinas
de seda azul cielo. Muebles blancos con figuras infantiles y multitud de
muñecas de porcelana delicadamente vestidas y mutiladas en formas
desconcertantes. Nubes rojas adornan las sábanas de la gran cama con dosel.
¿Algún tipo de bordado? No.
Sangre oscura y goteante.
Sangre como la que mancha el níveo cuerpo de su amada.
Sangre como la que chorrea de la muñeca abierta de la criada, y que
cae gota a gota sobre la boca expectante de su dueña, la niña-mujer más hermosa
que sus ojos han contemplado alguna vez.
Apenas puede moverse, hipnotizado como está por el espectáculo. Algún
sonido debe de hacer, pues los pálidos ojos giran, lánguidos, para observarle,
sin que la mujer deje de alimentarse. Lentamente, su lengua recorre la herida,
cerrándola con su poder. Se lame los labios, saboreando con placer los últimos vestigios del líquido
vital. Desde la puerta observa, incrédulo, cómo la criada agacha la cabeza para
probar de la boca de su dueña, su propia sangre. Durante unos segundos, sus
lenguas juegan sin pudor, hasta que la figura reclinada sobre la cama, empuja a
la que antes le ha servido de alimento. La olvida tan pronto la despacha. Sus
pupilas están ahora fijas en la figura inmóvil de la puerta.
Él.
Recorre su cuerpo con la mirada, cubierto apenas por una sábana de
gasa que más revela que tapa. Sus pezones están erguidos y su cuerpo mórbido en
tensión por lo que está por venir.
—¿Sigues queriendo lo que puedo ofrecerte?
Asiente con la cabeza, apenas un gesto imperceptible.
—Más que nunca —confirma mirando el cuerpo tentador.
Ella sonríe complacida y se recuesta sobre los altos almohadones que
decoran la gran cama, como la reina que espera a su amante mendigo, deseosa de
que él pueda apreciar la magnificencia de su vida. Una ronca carcajada surge de
su apetecible garganta mientras su voz se enrosca alrededor de su pecho.
—Entonces, ven a buscarlo.
Se acerca lentamente a la bella maldita, apreciando lo que apenas
cubre la transparente gasa. Las formas perfectas de la eterna juventud. Puede
notar el hambre en sus propios ojos mientras la contempla, tendida en la cama,
esperando sus caricias. Primero toca sus pies, pequeños y fríos, con las uñas
pintadas de un rojo brillante.
Asciende por sus pantorrillas, posando apenas las yemas de los dedos
sobre su piel aterciopelada. Regala sendos besos húmedos en las rodillas
mientras arrastra el dobladillo de su camisón más arriba de sus caderas.
Aprieta sus muslos antes de separarlos y recorrer con su lengua el camino que
antes habían explorado sus manos.
Omite deliberadamente el único lugar realmente cálido de la joven
provocando un siseo de descontento. Por el contrario, sigue subiendo su escasa
ropa hasta dejar a la vista su ombligo, decorado por varias barras de oro
blanco terminadas en diamantes, formando una perfecta estrella de cinco puntas.
Lame y tironea de las joyas hasta que la oye gruñir de dolor.
No siente remordimientos, lo que ella pretende hacerle también dolerá.
Muerde su vientre una vez antes de quitarle el camisón manchado de
sangre. Observa su cuerpo perfecto, instantes antes de agacharse a saborear sus
pálidos pechos. Lame con deleite y los introduce en su boca, extasiado por
poder poseerla como siempre ha ansiado. Moldea sus esculturales formas con sus
manos antes de capturar esa boca de promesas infinitas. La besa con avidez,
sintiendo la respuesta en sus pequeños dedos expertos, que le acarician el
cuerpo tenso con pericia.
Le desnuda con celeridad. Deja huellas de fuego allí donde sus manos
se posan. Enardeciendo su carne y sus sentidos, endureciendo su más primitivo
instinto. Consiguiendo con una sola caricia lo que miles no habían logrado.
Pero cuando la punta de su miembro toca su tibieza, se incorpora y
vuelve a la mujer hasta dejarla de rodillas. Su pelo negro se agita cuando ella
gira la cabeza para gruñirle por encima del hombro.
—No, querida —susurra en su oído—. Si te comportas como un animal, te
aparearás como un animal.
Y se entierra en ella con fuerza, oyendo cómo su ronco grito de placer
reverbera en la habitación. Lentamente, da comienzo a la dulce tortura de la
carne.
Se mueve despacio, disfrutando en su vientre del tacto de sus nalgas
aterciopeladas. Deslizarse entre la húmeda cavidad de sus piernas provoca
escalofríos en sus extremidades. Sentirse rodeado y apretado por ella causa
estragos en todo su ser.
Sujeta con fuerza sus caderas cuando ella intensifica el ritmo,
volviendo a establecer el compás adecuado para su unión. Por una vez, él tomará
el mando, durante todo el tiempo que pueda conseguir.
La penetra despacio, acariciando cada centímetro en el que se hunde,
empujando con furia, y soltando un gruñido bajo cuando su base choca con el
principio de la mujer. Ella se aprieta alrededor, aumentando el íntimo
contacto. Exprime en su interior cada embate compartido.
El placer empieza a arrastrarle. Gotas de sudor surcan su espalda y
caen de su pelo, cegándole por momentos. Nada importa salvo tenerla a su
merced. Pagará un precio mayor que una ceguera por su imprudencia. Pero la
dejará satisfecha como nunca antes lo ha estado. Su vida… Bueno, más bien su
futuro depende de ello.
Mueve la mano hasta alcanzar con sus dedos el lugar que la haría
gritar de placer. Lo tortura, disfrutando de sus violentas sacudidas debajo de
él, percibiendo como le aprieta con su resbaladiza estrechez.
Sabe que la liberación de la mujer está cercana. Puede notarlo en la
intensidad de sus gritos, en sus espasmos, en la forma en la que cierra sus
manos arrastrando las sábanas.
Una última embestida brutal y se separa de ella, empujándola contra el
colchón.
El hermoso rostro está crispado por el placer insatisfecho y la
creencia de que él va a abandonarla. Sonríe con suficiencia a esos ojos
iracundos.
—¿Eso es todo lo que puedes darme? —gruñe esa dulce boca con aspereza.
Ahora la belleza abandona su rostro y una máscara de furia lo cubre,
afeando los rasgos que habían causado su perdición.
Con un tirón de los tobillos, arrima a la mujer hasta el borde de la
cama y se arrodilla en el suelo, entre sus piernas.
—Ni siquiera he empezado contigo —provoca con su respuesta, causando
el desconcierto en la que ahora gobierna sus actos.
Comparten horas de placer extremo en ese dormitorio de muñeca
infernal. Horas de placer en las que los límites los marca el deseo y no el
sentido común. Su pequeña y lasciva vampira ronronea en su pecho, saciada
después del festín. Sin embargo nunca es suficiente y desciende con su cuerpo
hasta encajarlo de nuevo en su interior. Da un respingo al sentirla
apretándolo, pero ella lo complace con su rítmico balanceo. Arriba y abajo. En
un hipnotizante movimiento circular. El alza las caderas para encontrarse con
ella y profundizar su incursión. Pero a los pocos minutos da rienda suelta a
toda su pasión, embistiendo en sus entrañas, suplicando por la liberación.
Con un gruñido ronco se derrama dentro de ella, abrazando la descarga
de adrenalina que le recorre, sin aplacar las convulsiones de su cuerpo
mientras oleadas de dicha barren sus nervios, dejándole exhausto una vez más.
Y en ese momento, sus colmillos le perforan el cuello.
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