Lo peor no es tener sus dientes clavados en el cuello.
No.
Lo peor es saber de primera mano lo que esa mujer puede hacer y no
estar seguro de si realmente cumplirá su palabra o lo matará como ya ha hecho
antes.
Sin contar que el dolor es atroz.
Siente cómo la vida abandona su cuerpo, succionada por una hermosa
joven.
Sus oídos se taponan, como si una suave tela hubiera cubierto sus
tímpanos, despojándolos de su capacidad. El pánico le inunda.
Y sólo es el principio.
Nota las extremidades pesadas y acorchadas. Ni aunque ella le hubiera
permitido moverse, habría podido hacerlo. La sangre ya no circula por sus
piernas y brazos, dejándolos como madera endurecida, podrida. Puede ver su
brazo izquierdo cambiando de color. Ya no es bronceado, sino blanco como el
mármol y azulado como la muerte. Intenta mover los dedos y un latigazo de dolor
le traspasa de parte a parte.
Lo siguiente que pierde es la vista. Primero una nube de puntos
deforma su visión. Después, todo es negrura. Parpadea, pero es inútil. Se ha
quedado totalmente ciego.
El olor férrico de la sangre es desagradable en su nariz, pero lo
acoge con gusto. Mientras pueda oler, significa que no está muerto. También
aspira el perfume de la mujer, que ahora huele a hambre y a deseo. Y a él. Está
toda ella impregnada con su olor a sexo y a sudor. A su colonia de hombre. Y
también a ella misma, una mezcla de tierra húmeda y helechos, y flores
exóticas. Lirios. Sí, y a rosas. Su champú para el pelo llevaría esencia de
rosas. Su fragancia se cuela hasta el cerebro, creando imágenes de rosales espinosos
clavándose en su carne, atormentándole con sus crecientes raíces que parecen
capaces de escapar de su cabeza por los orificios de la nariz, ojos y
boca. Su perfume, antes arrebatador
ahora le provoca nauseas. Pero ni la bilis es capaz de llegar a su garganta.
Tiene la boca seca, la lengua áspera contra el paladar. Sus labios han
perdido toda la hidratación y se pelan en segundos, escociéndole en cada grieta
que se agranda. Intenta gritar. Pero ningún sonido escapa de su cuerpo. Sólo le
produce una angustia feroz al abrir aún más sus heridas.
Boquea en busca de aire. Pero tampoco puede respirar. Mientras, las
raíces en su cerebro se hacen cada vez más y más grandes, sus pulmones parecen
encoger y plegarse sobre sí mismos. Arden. Se desintegran, dejando su pecho
negro por el humo que no puede escapar.
El fuego continúa por su estómago, una bomba de gases a punto de
explotar en su interior. Se extiende por toda la longitud de sus intestinos.
Avanza lento, recorriendo cada centímetro a la velocidad mínima, grabando sus
órganos en su piel, órganos que no volverá a recuperar. Las llamas le devoran
por dentro, causándole una angustia que no es capaz de mitigar.
Las lágrimas le queman en los ojos, pero no hay líquido en su interior
que pueda escapar de ellos. Entonces, los lagrimales también empiezan a arder,
extendiendo la línea de fuego por las pestañas, subiendo por las cejas hasta
alcanzar su cabello, erizado en una hoguera de lenguas de ígneas que se
enroscan en torno a su cuerpo.
La piel empieza a ser tirante en los pómulos. Casi puede notar como el
hueso la araña por dentro. También en el resto del cuerpo se estira, como un
elástico, solo que él parece encogerse mientras sus uñas salen de la carne,
alargándose y astillándose como la madera seca. Luego parece pegarse a los
músculos y tendones antes de empezar a rasgarse, provocándole una atroz agonía.
Y sus venas, a falta de trabajo, se retraen en dirección a su corazón,
enroscándose sobre sí mismas, creando un conjunto de formas como el que podría
verse en un matojo de hiedra o decorando las hojas de una vid. Espirales
perfectas. Círculos que presagian su muerte inminente.
Pero las raíces no mueren. Siguen desarrollándose en su cerebro y
reptando en su interior. Llegan a la traquea, aplastándola, y se extienden por
todo su cuerpo, rodeando sus huesos, presionando sobre ellos hasta que se
rompen en pequeños trozos, los chasquidos reverberando en su interior, como
pequeños latigazos.
Quiere gritar. Llorar. Sacudirse el dolor. Pero no puede moverse. No
puede dejar escapar de los pulmones chamuscados un aire que no tiene. No puede
eliminar por los ojos un líquido que se ha secado. Sólo puede sentir la
angustia de saberse muerto, pero no poder terminar de hacerlo.
Maldice en todos los idiomas conocidos y en algunos inventados en el
momento. La maldice a ella por ser la causa de su muerte. Se maldice a sí mismo
por dejar que su lujuria le llevara a ella. Pero sobre todo maldice su sistema
nervioso. ¿Por qué, en nombre de todos los diablos del infierno, si ha perdido
todos sus sentidos, sus terminaciones nerviosas tienen que seguir funcionando,
mandando la sensación de tormento a su cerebro embotado? Parece tener el cuerpo
clavado con alfileres. Pinchazos, primero pequeños, después mayores, como si
las agujas se hubieran convertido en dagas atravesándolo por mil sitios
diferentes.
Desea morir. Y que la muerte se lleve el sufrimiento que está
padeciendo. Ruega porque venga a buscarle lo más pronto posible. ¿Cuánto grado
de dolor puede sentir un ser humano antes de colapsar? El suyo parece ser
eterno. Y puede ser aún peor.
Su cuerpo se estremece de alguna forma, intentando liberar el cúmulo
de sensaciones que amenaza con destruirlo. Pero no hay forma de luchar contra
la pérdida de sangre del corazón y del cerebro. El cráneo le estalla por la
presión segundos antes de que su corazón bombee la última gota de sangre.
En ese momento, la angustia es inhumana y la paz, total. Por fin su
alma descansa después del horror vivido. La muerte no es mala del todo en
comparación con la otra alternativa. El dolor. Ahora está relajado. Y disfruta
de la sensación incorpórea de su ser.
Hasta que unas gotas de un líquido espeso caen en sus labios secos.
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