Aquella noche, Ilia no podía dormir. Ni su conciencia, ni el recuerdo de Darien le permitían cerrar los ojos y descansar la mente. Todavía podía verle, solo, erguido, cruzando el portón que le separaba de su pueblo y su casta de guerreros. Volvería, sí, pero no como guerrero, sino como asesino. Y su víctima sería ella.
Probó a leer el libro sagrado. Una vez. Dos. Su guardián nunca había podido soportarlo y lo cierto era que ella tampoco. Giró la cabeza en dirección a la pared. Varias noches atrás sólo el muro de piedra les separaba. Ahora, un abismo de tierra y traición les mantenía alejados. ¿Durante cuánto tiempo? Únicamente los dioses podían saberlo.
Se levantó del lecho, con un suspiro que a punto estuvo de ser un sollozo. Lo contuvo hasta llegar a la ventana, desde donde podía observar la luna. No había manto de estrellas en aquella noche oscura. Sólo el rostro redondo de la diosa Eala, acariciado por las ramas desnudas de los chopos. En cualquier momento esos brazos se estirarían para castigarla por sus mentiras. Una joven, a punto de consagrarse sacerdotisa, no debía dejarse llevar por los celos y la ira. Pero ella no había sabido controlarlos, condenando con su maldad al único hombre al que había amado.
Una lágrima solitaria se deslizó por su mejilla. La secó a manotazos. Darien no estaría llorando y tendría más motivos que ella para hacerlo. ¿Encontraría un lugar resguardado para pasar la noche? ¿Algún poblado vecino le permitiría establecerse, casarse y formar una familia?
El mero pensamiento de que pudiera amar a otra inundó sus ojos de nuevo, y esta vez no hubo manera de detener el llanto. Se dejó caer sobre el alfeizar de la ventana y lloró hasta descargar su dolor. Sólo entonces, pudo alzar de nuevo el rostro hacia la luna llena y rogarle a Eala que cuidase de Darien. Aunque, en el futuro, eso significara su propia muerte.
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