V. El Horizonte (I)


La batalla por fin había terminado. La vida de Darien estaba a salvo y, sorprendentemente, la mía también. Los Perros habían sido eliminados o bien los habían obligado a huir. Por un momento pensé que Darien haría lo mismo, pero se limitó a cogerme suavemente de la mano y esperar su destino.


El rey no tardó en aparecer, vestido con su armadura completa y un yelmo capaz de aterrorizar a los salvajes más desalmados. Se dirigía a mi guardián con pasos largos y yo no sabía qué expresión mostraba su rostro oculto. Rogaba al cielo que se sintiera compasivo después de la victoria. Darien debía morir por haber vuelto al poblado; así lo habían decretado las leyes sacerdotales que lo habían expulsado. Ahora, un guerrero gobernaba en Krymaria, y yo esperaba que fuera misericordioso con un hermano de su casta. Con un amigo.

—¿Dónde está?

Su pregunta fue un rugido y no pude evitar encogerme de miedo. Los rasgos de mi guerrero apenas se alteraron. Esta vez no le dejaría solo, ni volvería a traicionarle. Di un paso al frente, intentando protegerle con mi cuerpo menudo. Pero él no me permitió ese gesto, y suavemente, me obligó a colocarme junto a él, quizá un paso más atrás.

—Maldito lobo sarnoso —gruñó el rey a tan solo unos pasos—. ¿Cómo se te ocurrió venir con esa horda de Perros?

Mis entrañas se retorcieron ante ese tono iracundo. Volví a dar un paso al frente, pero Darien frenó mi avance con un brazo y contestó sin amilanarse:

—Ellos abrieron las puertas y no pude evitar entrar, señor —una sonrisa bailó en las comisuras de sus labios—. Después de todo, hubo un tiempo en que este fue mi hogar.

Multitud de guerreros nos rodeaban a esas alturas; algunos asombrados, otros con la típica expresión del combatiente, dura y amenazadora, que no ayudaba a mitigar mi temor.

El rey se quitó el yelmo infernal con rudeza, sorprendiendo a todos con una sonrisa de júbilo. Sobre todo al exiliado, que no se esperaba esa sorpresa.

—Bienvenido a casa, Darien.

Y le envolvió en un abrazo de oso que fue coreado por todos los presentes. Malakai Calpin, el mejor amigo de Darien, nuevo rey de Krymaria. Mi antiguo Tabarie no había esperado un recibimiento como aquel.

Lágrimas de alivio inundaron mis ojos, pero no las liberé. No lo haría mientras todas las miradas convergieran en nosotros. Pero sí sonreí y me volví para alejarme a la seguridad de mi habitación, dónde podría rendirme a la fuerza de mis emociones.

—Un momento, jovencita.

Una ruda mano en mi hombro me obligó a volverme. Era Malakai, que no ocultaba su reprobación hacia mi persona. Nunca había conseguido liberarse de su odio hacia las sacerdotisas. Y la poca simpatía que me tenía había desaparecido del todo al ver a su amigo alejarse de Krymaria tanto tiempo atrás.

—Sé que Darien es inocente de la traición de la que le acusaron hace seis años —sus ojos me atravesaron más profundo que si me hubiera clavado una espada—. También sé que fuiste tú quién le acusó.

Gritos de furia inundaron el claro, y algunos insultos dirigidos a mi persona se elevaron altos, hacia el cielo. Yo me estremecí cuando unas manos fuertes como el acero apresaron mis brazos obligándome a arrodillarme frente al rey. No pude ni siquiera levantar la mirada hacia mi antiguo guardián, mucho menos enfrentar la ira de los demás guerreros.

—Debería expulsarte de Krymaria como hicieron con Darien mis predecesores —continuó Malakai—, pero me resulta un castigo demasiado blando para una perra mentirosa como tú. No mereces seguir con vida.

Oí cómo desenvainaba a Roona, la Espada de Sangre, el arma más letal que un rey jamás hubiera portado. Por segunda vez ese día, el filo del acero acarició la piel de mi garganta, sólo que esta vez se clavó con más fuerza y sentí resbalar la sangre entre mis pechos. Alcé la mirada para clavar mis pupilas en el rostro de Darien. Él sujetaba con fuerza el brazo del rey.

—No, mi señor. Ese sigue siendo un final piadoso.

«No más del que pensabas darme tú» pensé con ira. ¿Para esto me había salvado de los Perros? ¿Para insultarme frente a toda su gente?

Me miró, con esos ojos que siempre me habían hecho arder, sólo que esta vez, el fuego que recorría mis venas, era avivado por la furia.

—Dejádmela a mí —su sonrisa se hizo cruel. Apenas presté atención a que la crueldad no era lo que iluminaba sus pupilas cuando continuó—: Permitidme que yo mismo la haga pagar su traición.

Las carcajadas del rey ensordecieron mis oídos, de la misma forma que la ira.

—Así sea, Darien. ¿Quién mejor que tú para castigarla? —volvió a reír—. Su habitación en la fortaleza ahora es tuya.

—Preferiría una cabaña apartada, dónde las sacerdotisas no puedan oír sus gritos.

Nuevas risas brotaron de los pechos de los presentes, menos de las aludidas, que miraban al rey con odio.

—La que tú desees. Y no temas, nadie de su casta sentirá deseos de ayudarla a partir de hoy.

De esa forma, se selló mi destino.

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