Eala había bajado a la Tierra. Esa era la única explicación posible a la belleza de la mujer que se alzaba asustada ante mí. Incluso el brillo de Mordha la favorecía. Estaba seguro de que incluso atravesada con mi espada estaría hermosa.
Eala había bajado a la Tierra.
Pero no era la diosa virgen. Era tan sólo la sacerdotisa ruin y traicionera que había provocado mi destierro, la misma que años atrás había levantado el dedo acusador contra mí, condenándome al exilio. Mientras ella se dedicaba a disfrutar de los placeres de su posición, recostada sobre cojines de seda y terciopelo. Saboreando exquisiteces venidas de lejos, mientras yo me mataba por sobrevivir en una tierra hostil, con bárbaros aún más hostiles que la tierra. Cazando cada animal que comía, luchando por cada odre de vino. Temido por las mujeres y odiado por los hombres. Un paria en la soledad del mundo.
Nunca fui un hombre blando, pero la dureza que adquirí en los tormentosos años lejos de mi hogar habría repelido incluso a mi padre muerto. Ya no era un guerrero de casta. Me había convertido en una bestia sanguinaria. Y derramar la sangre de la mujer a la que amenazaba con mi espada era la culminación de todos mis sueños y esperanzas. De todos mis deseos de venganza. Lo que me había mantenido vivo en la tortura del desprecio y la soledad.
Ilya, mi Tabaria.
La lluvia empezó a caer, como si las diosas lloraran la inminente pérdida de su sierva más fiel. Alcé los ojos al cielo, deleitándome con su negrura, con el espesor de las nubes cargadas de dolor. ¿Dónde estaban los dioses cuando su maldita sierva acabó con mi vida? Por mí no lloró nadie. Nunca.
Sobre su cabeza, unos curiosos rayos de sol, se asomaron por entre las nubes de tormenta, consiguiendo que el cabello cobrizo de la mujer lanzara destellos de oro rojo, inflamándome por la necesidad de tocar su piel de alabastro. Recorrí su cuerpo con la mirada una y otra vez, ya sin señal alguna de la adolescente que yo recordaba. Se había convertido en toda una mujer, con las caderas más apetecibles que alguna vez hubiera contemplado. El viento hacía ondear su falda, que se adhería a sus piernas, delineándolas con precisión; largas, torneadas, firmes. Hacía muchos ciclos que no tocaba a una mujer y el deseo de tener esas piernas rodeándome empezaba a ser doloroso.
Apreté aún más la espada contra su garganta iracundo. La muy perra era capaz de vencerme incluso en su situación. Y sólo conseguí enardecerme aún más, cuando siseó por el dolor, entreabriendo sus labios rojos y mostrando unos dientes blancos y parejos; cuando levantó sus ojos verdes y me atravesó con una mirada que conocía bien, una mirada que siempre me había hecho arder, de ira y de deseo, de rabia y necesidad.
Habría querido decirle muchas cosas. Contarle despacio lo que su traición había hecho conmigo, insultarla, detallar lentamente las torturas a las que la sometería para saciar mi sed de sangre y venganza. Pero esa mirada siempre lograba cerrar mi boca, incluso aunque mereciera todos mis desprecios. Sólo pude preguntar:
—¿Tu último deseo?
Las primeras palabras que cruzábamos tras seis años de lejanía y sólo había conseguido que temblara levemente su barbilla. Sus ojos no se empañaron ni empezó a sollozar como tantas veces había planeado en mis sueños. Tan sólo me miró fijamente, sin mostrar su miedo, y pidió altiva, sin que le fallara la voz:
—Que sea rápido.
Acto seguido, se arrodilló a mis pies, y retiró la espesa mata de cabello ondulado de la tersura de su cuello.
Afiancé mis pies a su lado y levanté a Mordha sobre mi cabeza.
El valor que demostraba ante su muerte inminente, sería el último insulto que me lanzaba.
Eala había bajado a la Tierra.
Pero no era la diosa virgen. Era tan sólo la sacerdotisa ruin y traicionera que había provocado mi destierro, la misma que años atrás había levantado el dedo acusador contra mí, condenándome al exilio. Mientras ella se dedicaba a disfrutar de los placeres de su posición, recostada sobre cojines de seda y terciopelo. Saboreando exquisiteces venidas de lejos, mientras yo me mataba por sobrevivir en una tierra hostil, con bárbaros aún más hostiles que la tierra. Cazando cada animal que comía, luchando por cada odre de vino. Temido por las mujeres y odiado por los hombres. Un paria en la soledad del mundo.
Nunca fui un hombre blando, pero la dureza que adquirí en los tormentosos años lejos de mi hogar habría repelido incluso a mi padre muerto. Ya no era un guerrero de casta. Me había convertido en una bestia sanguinaria. Y derramar la sangre de la mujer a la que amenazaba con mi espada era la culminación de todos mis sueños y esperanzas. De todos mis deseos de venganza. Lo que me había mantenido vivo en la tortura del desprecio y la soledad.
Ilya, mi Tabaria.
La lluvia empezó a caer, como si las diosas lloraran la inminente pérdida de su sierva más fiel. Alcé los ojos al cielo, deleitándome con su negrura, con el espesor de las nubes cargadas de dolor. ¿Dónde estaban los dioses cuando su maldita sierva acabó con mi vida? Por mí no lloró nadie. Nunca.
Sobre su cabeza, unos curiosos rayos de sol, se asomaron por entre las nubes de tormenta, consiguiendo que el cabello cobrizo de la mujer lanzara destellos de oro rojo, inflamándome por la necesidad de tocar su piel de alabastro. Recorrí su cuerpo con la mirada una y otra vez, ya sin señal alguna de la adolescente que yo recordaba. Se había convertido en toda una mujer, con las caderas más apetecibles que alguna vez hubiera contemplado. El viento hacía ondear su falda, que se adhería a sus piernas, delineándolas con precisión; largas, torneadas, firmes. Hacía muchos ciclos que no tocaba a una mujer y el deseo de tener esas piernas rodeándome empezaba a ser doloroso.
Apreté aún más la espada contra su garganta iracundo. La muy perra era capaz de vencerme incluso en su situación. Y sólo conseguí enardecerme aún más, cuando siseó por el dolor, entreabriendo sus labios rojos y mostrando unos dientes blancos y parejos; cuando levantó sus ojos verdes y me atravesó con una mirada que conocía bien, una mirada que siempre me había hecho arder, de ira y de deseo, de rabia y necesidad.
Habría querido decirle muchas cosas. Contarle despacio lo que su traición había hecho conmigo, insultarla, detallar lentamente las torturas a las que la sometería para saciar mi sed de sangre y venganza. Pero esa mirada siempre lograba cerrar mi boca, incluso aunque mereciera todos mis desprecios. Sólo pude preguntar:
—¿Tu último deseo?
Las primeras palabras que cruzábamos tras seis años de lejanía y sólo había conseguido que temblara levemente su barbilla. Sus ojos no se empañaron ni empezó a sollozar como tantas veces había planeado en mis sueños. Tan sólo me miró fijamente, sin mostrar su miedo, y pidió altiva, sin que le fallara la voz:
—Que sea rápido.
Acto seguido, se arrodilló a mis pies, y retiró la espesa mata de cabello ondulado de la tersura de su cuello.
Afiancé mis pies a su lado y levanté a Mordha sobre mi cabeza.
El valor que demostraba ante su muerte inminente, sería el último insulto que me lanzaba.
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