III. Orgullo y Traición (II)


—¿Todavía intentas demostrar que tus dones son dignos de llevarte al trono del cielo?


Daron, pensé con disgusto para mis adentros. Maldito bastardo insufrible. Alguien debería darle con su propia espada una buena estocada, así aprendería las virtudes de la humildad. Aunque no estaba segura de que ni siquiera una humillación surtiera el efecto lógico. Con él, mis artes nunca habían funcionado, era de todo menos lógico y predecible, un ser que exudaba más terrenidad que cualquier humano. Sinceramente, nunca había podido entenderlo.

Era extraño que los dioses abandonaran sus moradas. Yo nunca había puesto un pie en la Tierra. Nennia y Lambia lo hacían únicamente cuando el deber las obligaba. Pero a Daron parecía gustarle visitar Morava. Sobre todo para molestarme.

Alcé la mirada del papiro que intentaba terminar. Los textos sagrados se iban quedando obsoletos y en Krymaria las sacerdotisas comenzaban a hacerse preguntas. Era momento de dejar caer del cielo, como al descuido, un poco más de información acerca de cómo se había creado el universo y qué papel jugaba la humanidad en el gran teatro que era la vida. No dudarían que las palabras se habían escrito en Morava. Mi propia sangre era utilizada como tinta, y no se encontraba pigmento en el mundo que lograra reproducir el tono rojo brillante que adornaba las diez páginas ya escritas. Daron había estado a punto de estropearme esa última palabra, al presentarse sin ser avisado. Por un instante, mi pulso había temblado.

—Serán mis artes y no las tuyas las que recuerden a los humanos la presencia de los dioses.

Le había repetido esas mismas palabras hasta la saciedad, pero él tan sólo reía como respuesta. Esta vez no fue diferente. Rió, con sus burlonas carcajadas roncas que me llenaban de una ira cada vez más difícil de reprimir. Nunca me llevaba la contraria. Jamás discutía conmigo como a mí me habría gustado hacerlo. A gritos furiosos que sacaran de mí el desasosiego que me embargaba desde hacía ya mucho tiempo. Le había oído maldecir a cualquier otro dios. Gritar y blandir su espada amenazador, aunque jamás causaba ningún desperfecto irreparable. Pero frente a mí, siempre lograba comportarse como alguien dueño de sí mismo, y eso me enfurecía aún más porque cerca de él me sentía incapaz de controlarme. Y él parecía saberlo.

Su sonrisa burlona se amplió, aunque tampoco demasiado. Nunca había visto a Daron sonreír de forma sincera.

—Los humanos olvidarán la presencia de los dioses tan pronto aprendan a valerse por sí mismos, tan pronto comprendan cómo funciona la vida —era la primera vez que se pronunciaba respecto a este tema y me sorprendió la claridad con que lo hacía— Cuando sean conscientes de que los dioses no somos nada más que un reflejo de sus defectos no querrán saber nada de nosotros.

—¿Defectos? —mi voz se alzó, volviéndose chillona por la indignación—. Quizá tu sed de sangre sea un defecto, pero no mis letras, ni mi intelecto.

El solo asintió, dándome la razón en algo.

—Cierto, la ira es mi defecto —sus palabras eran suaves—. Pero Nennia esconde su miedo tras la oscuridad de la muerte. Lambia su exacerbado deseo sexual tras la palabra amor. Y tu…

—¿Y yo? —le pregunté altiva.

Tenía ganas de saber cuál era mi defecto, según él, que parecía saberlo todo. Era gracioso. Un dios de la guerra filosofando sobre el sentido de los dioses. Si no fuera porque con sus palabras minaba mi terreno igual habría consentido en carcajearme.

Pero sus ojos se clavaron en los míos, sus pupilas oscuras traspasándome, capaces de ver muy hondo en mi interior.

—Tú eres el orgullo personificado, Eala —su ataque casi parecía una caricia, envolviéndome con sus anillos de serpiente traicionera, su voz enroscándose en mi interior capaz de derrumbar mis defensas—. Tu arrogancia es legendaria. Crees que eso te hace fuerte, que provoca respeto.

—Pero no es así, ¿me equivoco? —comenté sarcástica, imaginando lo que vendría a continuación.

—No, no es así. Si acaso puedes llegar a causar repugnancia o temor. Nada sólido en lo que basar una relación afectiva. Más aún cuando ni siquiera tú crees esa basura teológica e intelectual que se escapa de tu boca en cuanto la abres. O al menos eso quiero creer o de lo contrario tus artes serían un fraude.

Me levanté de la silla y tomé los pliegos en las manos, para guardarlos a buen recaudo en mi arcón de piedra luna. Realizaba tareas cotidianas con la esperanza de que la automatización de mis movimientos me ayudara a calmarme. ¿Por qué tenía que ser tan frío? ¿Por qué jugaba mis fichas mejor que yo misma? ¿Por qué esa sonrisa cínica tenía que alterarme hasta el punto de dejar mi mente en blanco, sin armas para defenderme?

—¿No tienes nada que hacer en tu preciosa Tierra, Daron? – cuanto más lejos de mí, mejor—. ¿Ningún guerrero nuevo al que enseñar a matar a hijos de otros hombres? ¿Ningún joven al que mutilar con tu increíble espada?

—¿Y tú, Eala? ¿No has encontrado más vírgenes a las que apartar de la felicidad? ¿No tienes a nadie a quien enseñar cómo despellejar con la lengua? Los dioses saben que eres experta en eso.

Me volví con intención de abofetearlo, pero él ya había salido de la sala que hacía las veces de escribanía. ¿Cómo osaba lanzarme a la cara semejante desafío y desaparecer como un cobarde? ¿Cómo se atrevía a decir que mis sacerdotisas no eran felices? ¿Acaso sus guerreros malheridos lo eran?

Me dirigí con pasos rápidos a la terraza del Abismo, desde donde podía observar a placer las idas y venidas de los humanos en la Tierra. Krymaria solía ser el centro de atención. Era el lugar donde el culto a los dioses había dotado a las gentes de una vida pacífica y feliz. Un lugar donde las castas convivían casi en armonía, donde las mujeres se consideraban afortunadas si entraban a formar parte de mi séquito. Busqué a Ilya entre la multitud. La joven sería una sacerdotisa maravillosa. Amaba la religión y la historia sagrada. Esperaba su consagración con impaciencia. Ella era la prueba de que el culto a mi figura era satisfactorio y motivo de dicha.

Aunque no eran lágrimas de felicidad las que en ese momento corrían por sus mejillas.

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