El cuarto año como renegado no me fue mucho mejor que los anteriores. Me encontraba en un estado de ansiedad continua que no me dejaba ni comer ni dormir. No sólo había perdido peso, sino también fuerza y entendimiento. Las voces de los Perros a mi alrededor se volvían vagas y remotas; tampoco es que tuviera la mayor importancia. No había llegado a aprender su significado, nadie se había molestado en enseñármelo. Por suerte, el lenguaje de la espada era universal y yo era diestro haciendo correr la sangre.
En mi primer enfrentamiento, quizá diez segundos después de llegar al campamento de renegados, había establecido la pauta que gobernaría mis días a partir de aquel momento. No buscaba amigos. No quería ayuda. Tan sólo un lugar en el que refugiarme en caso de batalla. Yo correspondería a esta especie de hospitalidad luchando junto a los demás hombres si llegaba una partida contra el campamento. Pero hasta que ese momento llegara, nadie se acercaría a mí bajo ningún concepto, de esa forma no habría una muerte más ligada a mi persona. Dos ya me pesaban en la conciencia y eso que todavía mi espada no se había manchado con la sangre de la segunda.
Los días se sucedían con monótona similitud. Sobrevivir. Esa era la única obligación a la que estaba atado. Pero la supervivencia en un mundo tan hostil era difícil para alguien no acostumbrado a ella. Dormir en el suelo sobre una pila de harapos mal dispuestos era incómodo, pero no imposible de superar. Salir de caza a diario para poder llevarme algo a la boca llegó a resultarme una distracción interesante. Incluso acostumbrarme a estar siempre alerta, aprendiendo a hacer caso a mi instinto oxidado de presa-depredador, fue algo soportable.
El miedo era horrible. Aunque no fuera el mío.
Hacía muchos siglos que nadie había sido exiliado de la fortaleza, pero su recuerdo todavía perduraba en la memoria de la gente que sin embargo no guardaba tradiciones ni leyes. Darme cuenta de que esas personas me temían, gente acostumbrada a los pillajes, los saqueos y las violaciones, acostumbrada a matar por un pedazo de pan, por una simple mirada que no había sido de su agrado, me resultó de lo más perturbador. La cautela en sus movimientos, el pánico en sus ojos, me hacían sentir el ser más depravado sobre la faz de la Tierra.
Y no era lo peor.
Los recuerdos de Ilya me acosaban a cada momento y el odio que se clavaba en mis entrañas como una daga al rojo no era lo suficientemente fuerte. Debería detestarla. Quería aborrecerla. Pero en mi interior siempre comparaba a las pocas mujeres que se atrevían a exponerse a mi mirada con la zorra de ojos verdes que había arruinado mi vida. Sus cabellos siempre eran más rojos, su piel más suave y su voz más clara. Aunque bellezas conquistadas de los rincones más remotos de la Tierra consintieran en yacer junto a mí, era el nombre de mi Tabaria el que me golpeaba en el pecho con cada jadeo de vacua satisfacción. ¿Por qué, por todos los diablos, seguía pensando en ella como mi Tabaria y no como mi peor enemiga?
Y según pasaban los años era peor. Su rostro empezaba a perderse en la niebla de un recuerdo borroso. Al igual que mi sed de venganza. No soportaba la idea de cerrar los ojos para despertar al mundo sin un objetivo claro. Mi única meta era cerrar el ciclo de penurias, acabando con la persona que me había desterrado al infierno. Eso era lo que me mantenía vivo. Eso era lo que me hacía sobrevivir. ¿Qué sucedería si la meta por la que respiraba cada día perdía fuerza? ¿Me dejaría llevar por el tedio y la violencia, y moriría rodeado de enemigos que ni siquiera se molestarían en luchar por mis escasos bienes? No sin ver su rostro una vez más. Una única vez…
Muchos ciclos después, demasiados, mis plegarias obtuvieron respuesta. El campamento se levantaba para marchar a la batalla y Krymaria volvía a ser el objetivo. Tenía una caminata de trece días para regocijarme por adelantado con los hechos que dentro de poco enderezarían mi vida. Volvía a casa, a Ilya. Ella me estaría esperando. Curiosamente, intuir el miedo en sus ojos fue aún más horrible que verlo a diario en el campamento. Así que decidí concentrarme en imaginar su vida escurriéndose, goteando por el acero de mi espada.
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