M.E. 3: Al Ritmo de las Mareas II




Anfítrite,
François Théodore
Pone leguas de agua y sal entre ella y el divino regente, y la lejanía le hace sentir a salvo de ardores que la desconciertan. En su virginal temor, expresar sus miedos no es una opción. Ha sentido la necesidad en los apresados pechos, la dureza de la carne contra el principio de los muslos. Duda que cualquier explicación hubiera calmado el ansia que las caricias evidenciaban. Primero la habría tomado, y después lo habría hecho otra vez. Puede que más tarde hubiera pensado en las palabras tiernas que su cuerpo intacto había esperado recibir. O quizá la habría hecho suya para olvidarse de su existencia una vez el hambre hubiera quedado saciado.
Sea como fuere, la ojizarca nereida aún siente la intromisión de la roma carne y anhela su presencia en el hogar de su doncellez.
Es tras cruzar las Columnas de Hércules, cuando el afán de su huida deja paso a la curiosidad innata del propio cuerpo. Emerge a la despejada superficie y bracea con gracia hasta una cala bordeada de rocas. Encuentra la ideal donde esconder su desnuda figura y, por primera vez, presta atención a los que en los hombres causa tan errático comportamiento. Las flores de coral se han secado en sus caderas al primer roce con el aire y aparta el cinturón de su piel con un pesaroso «lo siento».
No llega a comprender porqué los ojos de su señor, la escogieron a ella por encima de sus hermanas. No entiende qué tienen sus curvas de diferentes. No sabe todavía que ha sido la inocencia de sus actos la que atrajo su atención en primer lugar. Pero sí recuerda la sensación de las ásperas manos al apresar sus pechos y lleva los pequeños dedos a sus senos inflamados.
Son suaves y delicados, y aunque el cosquilleo que provocan es placentero, no suscitan el mismo anhelo. Arrastra las palmas sobre la piel, arrancándose jadeos espontáneos. Sus ojos se desbordan y observa la tirantez de sus pezones irguiéndose en el aire. Los aplasta de nuevo en la intensidad de su descubrimiento y los hace rodar en una necesidad inconsciente. Continúa acariciándose y jadeando, mientras otras partes de su cuerpo se sienten dolidas y expectantes, ansiosas por otras manos no tan suaves que las cubran del dañino aire.
El deseo la enerva, pero se siente vacía,  y cuando se hace consciente de ello, se encuentra a sí misma recostada de la manera más impúdica. Las piernas bien abiertas a los elementos, las caderas alzándose hacia aquello que sólo está en su mente.
Se le escapa un gruñido bajo por la frustración de la que es presa. Desliza las manos hacia abajo por su cuerpo y ahueca el vértice entre sus muslos con ambas palmas. Nota una humedad que en nada tiene que ver con su condición de ninfa marina y a su memoria vuelve la carne inflamada que ha tanteado en su entrada, la que ha provocado la punzada de miedo que la hizo correr y que ahora no parece algo de lo que huir sino algo a lo que aspirar.
Abre los ojos al sol del mediodía y se pregunta si son sus rayos los que originan la fiebre de su piel o si son los recuerdos los que la mantienen al borde del delirio. Quizá la culpa es de sus dedos, que de forma instintiva saben cómo moverse entre sus piernas.
—Podría ser aún mejor.
Anfítrite se sienta de golpe en la piedra, las piernas dobladas contra el pecho, los brazos envolviéndolas con fuerza. Fija la vista en el macho que ha aparecido frente a ella y que permanece hundido hasta la cintura. Lo conoce, pero está acostumbrada a verlo en la corte, a la derecha de su señor, susurrando sabios consejos. Delfín era un ser en el que se podía confiar.
—¿Te ha enviado a buscarme? — pregunta en un susurro en el que todavía se puede percibir un atisbo de miedo.
—Vine por mi cuenta —no intenta acercarse, se mantiene a flote en el lugar en el que ha emergido—. El rey nos prohibió obligarte a volver y después dejó le palacio.
La joven no muestra sorpresa, pero estaba clavada en su pecho. Había pensado que la arrastrarían a su presencia tan pronto la encontraran. No había antecedentes que amparasen ese comportamiento. Pero, claro, tampoco ninguna antes lo había rechazado. Así que aprende algo de su señor que calma sus temores de doncella: es implacable, pero no por eso cruel.
—¿Cómo es eso, Delfín?
El macho se revuelve en el agua.
—Es un soberano justo. El es…
—No, no él —interrumpe—. ¿Cómo es…?
—¡Ah! Eso.
—Sí
El rubor que emerge del pecho del hombre no puede ser por los rayos del sol. Ha sido demasiado súbito.
—Es difícil de explicar. Pero es… bueno. Eso seguro.
—No lo noté tan bueno.
El rubor se hace más profundo.
—Te has tocado —la muchacha asiente, algo avergonzada—. Vuelve a hacerlo. Y, esta vez, no pares.

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