Dejó escapar un gruñido furioso antes de que sus manos se dirigieran
ansiosas hacia el centro de su deseo. Aunque decir deseo era quedarse corto
ante la desesperante necesidad que las dos arpías le habían provocado. Fue
demasiado lento o Afrodita demasiado rápida porque ni siquiera había llegado a
rozarse cuando se encontró con las manos atadas con cintas de seda en el
cabecero de la cama. Ni siquiera los violentos tirones del imponente dios de la
guerra eran capaces de romperlas, y eso que lo intentó con ahínco.
—¡Afrodita! —rugió con ira.
Y lo había vuelto a hacer. Lo había dejado completamente a su merced.
Y él había sido tan estúpido como para bajar la guardia, olvidando otras noches
de tortura y placer… a partes iguales.
—¡Oooh! Pobre Ares —ronroneó la diosa, acercándose lentamente al lecho—.
Ya estás atrapado de nuevo.
Lucía esa sonrisa odiosa que tanto le molestaba. Una mezcla entre
cinismo y burla, aderezado con una pizca de falsa compasión. Su voz era un
bálsamo que pretendía hacerle creer que sentía haber sido artífice de su
situación. Pero era una mentirosa consumada y la mejor de las actrices, así que
no lo creyó ni por un momento. Aunque lo acabaría sintiendo… No se hacía una
idea de cuanto.
—Deja de jugar, Afrodita. Estoy empezando a perder la paciencia —gruñó
en un tono bajo y amenazador.
—Ya lo veo.
Los ojos de la diosa no se apartaban de su miembro congestionado,
hinchado hasta el límite. Justo allí paseó su mano, deteniéndose sólo para
limpiar la semilla que lo humedecía. Gruñó con ira y deseo, pero no amedrentó a
su amante, que volvió a dejarle al borde de la liberación y empezó a desnudarse
con parsimonia.
—Eres demasiado mandón, Ares —comentó Afrodita, comiéndoselo con la
mirada—. Pero yo no soy un soldado al que puedas amedrentar. Estás en mis
aposentos y aquí soy yo quién da las órdenes.
—No a mí
—Y precisamente por eso estás atado.
Se acomodó a horcajadas sobre las caderas del dios, resbalando sobre
su carne enardecida. Ronroneó mientras lo hacía, apretándole con sus muslos,
hasta que los movimientos de Ares lo acercaron peligrosamente hasta su
objetivo.
Afrodita alzó las caderas hasta alejarlas completamente de su miembro
y apoyó los senos perfectos en su pecho. Empezó a pasear los dedos por su
rostro tenso dejando que una sonrisa amable curvara sus labios.
—¿Por qué no dejas de luchar contra mí, mi amor? —metió los dedos en
su boca para humedecerlos y pasarlos después sobre sus labios duros—. Sabes que
haré que disfrutes cada segundo que pases conmigo.
—También me torturarás cada segundo —murmuró mientras acariciaba el
dedo esbelto con la lengua.
La risa argentina de la mujer traspasó sus defensas, dejándole
expuesto y rendido a sus caricias.
—¿Habría placer sin una buena dosis de dolor?
No esperaba respuesta, pero aún así Ares se la dio
—Baja las caderas un poco y lo comprobaremos.
Estaba dispuesto a todo con tal de que le dejara penetrar su cuerpo de
una vez por todas. Pero ella volvió a reír, mandándole un escalofrío a lo largo
de la columna.
—Estoy tentada —susurró mordisqueando su oreja—. Pero ayer no viniste
a mí y tienes que pagar por eso.
Se separó del dios, justo en el momento que él pensaba que la había
ablandado lo suficiente. Tenía que haber sabido que nada conseguiría alejar a
la pérfida diosa de su objetivo. Y ese no era otro que torturarle hasta la
locura