Hace unos días, me ví en la tesitura de tener que escribir sobre un adivino y su profecía. Yo me había montado una superhistoria de sacerdotisas y guerreros, y un mundo imaginario. Una profecía de lo más catastrofista, preludio de lo que podría llegar a ser una novela decente. El caso es que no me convencía. Un relato es un relato, no un prólogo ni una historia a medias. Y por muy bien escrito que estuviera, no era lo que tenía que hacer.
Entonces, me acordé de esto: El Fuego de las Mujeres
Una nueva historia empezó a cobrar vida en mi cabeza. Y lo que sigue fue lo que salió. Espero, que la visión de esta profetisa sea de vuestro agrado.
ANOCHE TUVE UN SUEÑO
—Anoche soñé que entre todos podíamos curar el planeta.
Sofía sintió arder las orejas de vergüenza y agachó la cabeza hacia el tazón de cereales. No sería la primera vez que sus hermanas mayores se reían de sus absurdas ilusiones y mamá la reñía por prestar tanta atención a las fantasías. Esta vez, sin embargo, la ausencia de las carcajadas resonó aún con más fuerza precisamente por lo inesperado. Y eso que, de todos sus sueños, aquel era el más fantasioso de todos.
Era de sobra conocido que la Tierra estaba enferma. Sufrían un mal muy común y al mismo tiempo letal: el Abandono. Los únicos doctores capacitados para curarla compartían una actitud que lo enfermaba aún más: la Indiferencia. Así estaban las cosas.
El mundo se moría. Los expertos no le daban muchos más años de vida. Y Eva sabía como sanarlo. ¿Por qué nadie se reía?
—Yo también —susurró Aurora, justo antes de darle un trago a su vaso de leche.
—Y yo he soñado lo mismo —María escondió su rostro en la nevera con la excusa de buscar la mantequilla, preocupada por lo que pudiera pensar mamá de la mayor de sus hijas.
El silencio se hizo cargo del lugar que en cualquier otro día normal hubieran ocupado los gritos de una madre pragmática que se preocupa por las tendencias soñadoras de sus hijas. Las tres muchachas se dejaron vencer por la curiosidad y volvieron sus rostros ansiosos a la figura de Eva, que callaba apoyada en el fregadero.
Con la mirada perdida en las nubes de humo negro que se elevaban desde la cementera, la mujer intentaba recordar cómo era la Tierra en su infancia. No había estado tan enferma como en ese momento, aunque ya se apreciaban los estragos de la prepotencia, la codicia y la dejadez humana. Había sido testigo del asesinato de la naturaleza, pero también de la crisis de valores que había sumido al planeta en el caos en el que ahora se encontraba. Y nadie había movido un dedo.
Una vez, de niña, también había soñado cómo conseguiría que la tierra mejorara. Cómo lograría que los árboles volvieran a respirar y las aguas manaran limpias; que los animales corretearan de nuevo junto a los manantiales y que, de noche, en el cielo, se pudieran ver las estrellas. También le había contado sus sueños a su madre y ésta le había cruzado la cara de una bofetada por no ser capaz de agradecer lo que la vida le había dado. Por aquel entonces, recordó con tristeza, lo único que tenía asegurado eran vacaciones, medicinas y dinero.
A través de la ventana pudo ver a su vecina, Dolores, que escuchaba con lágrimas en los ojos lo que fuera que su hija Sara le estuviera contando. En la acera de enfrente, una niña susurraba al oído de su madre, a través de la mascarilla que las protegía de la contaminación; una historia increíble, a juzgar por la expresión maravillada de la oyente. Eva se estremeció por el escalofrío que envaró su espalda. El mundo parecía haberse detenido en ese instante en el que los niños parecían ser los maestros, ya que los adultos estaban demasiado ocupados para entender.
Pero ella entendía. Porque una vez tuvo el mismo sueño. Y esa noche había vuelto a ser niña otra vez.
Eva se volvió hacia sus hijas, que ahora la esperaban sentadas a la mesa, las tres muy juntas y con idénticas expresiones de preocupación en el rostro. Se limpió las manos en el delantal de tréboles de cuatro hojas y se acercó a la silla que quedaba frente a ellas. Tomó asiento de forma regia, haciendo como que no veía la incomodidad en la forma en que se revolvían en sus banquetas, o el temor en los mordiscos que su pequeña se pegaba en los labios. Les sostuvo la mirada, consciente de la incomodidad que causaba en las chiquillas. El tenso silencio se mantuvo unos segundos más, hasta que encontró el valor suficiente para enfrentarse a sus propias ilusiones.
—Contadme ese sueño —solicitó—. Y después veremos si podemos sanar el planeta juntas.
Las pequeñas volvieron sus caritas hacia María y ésta empezó, haciéndose eco de las voces de todos los niños que aquel día despertaron con la cura universal...
—Soñé que la tierra estaba negra. El polvo se elevaba en espirales desde el suelo desnudo, agrietado por el agua limpia que ya no lo regaba y las aguas subterráneas que lo envenenaban poco a poco. No había ya ciudades, ni coches, ni ruido, ni nada. Todo parecía arrasado por un gran incendio y asesinado por las cenizas.
»Nos veía a nosotras y a otras mujeres, grandes y pequeñas, llorando sobre el lugar donde antes había vida. No había chicos porque todas sabemos que los chicos no lloran. Pero no importa, ya lo hacíamos nosotras por ellos. Las lágrimas goteaban sobre el terreno sin vida, levantando con su humedad el polvo que lo cubría. Se alzaba en pequeñas volutas, que moría antes de alcanzar el aire espeso y ocre, casi irrespirable. Teníamos hambre y sed. Calor y frío. No había nada que saciara el dolor de nuestros estómagos, ni nos protegiera de los elementos. Tan sólo un erial que se extendía en el horizonte.
A la vez, en la acera de enfrente…
—Sabíamos que no había nada que pudiera salvarrnos. Estábamos desnudas y hambrientas. Bebíamos las lágrimas que nos rodaban por las mejillas. Entonces, mamá, me abrazabas con fuerza y nuestros llantos se entremezclaban. Fluían por nuestro cuerpo desnudo, hasta posarse en la tierra polvorienta. Y allí donde caía nuestro llanto unido…
—… empezaba a brotar una pequeña planta verde, muy verde —continuaba una pequeña a unos ochenta kilómetros de allí—. Tan verde que podía verse desde cualquier rincón. Todas las madres abrazaban a sus hijas y de sus lágrimas nacían más brotes tiernos, regados por el agua de nuestros cuerpos. Nuestros pies se cubrían de hierba nueva, fuerte y espesa a nuestro alrededor.
En el otro lado del mundo…
—Alguien me cogía de la mano. Y sé que no eras tú mamá porque yo te agarraba con la otra. Tú sujetabas a la mujer de tu derecha y así hasta formar un círculo alrededor del planeta. Alcé la mirada hacia el cielo y me deslumbró el sol de la mañana. Todo era azul sobre mi cabeza; la humedad que desprendían nuestros ojos había limpiado el aire de las partículas que lo envenenaban. Las nubes chocaban sobre nuestros cuerpos y el agua cristalina caía sobre nosotras, limpiándonos de la mugre anterior.
»Todas reíamos entonces, alzando los rostros al cielo para beber lo que la naturaleza tuvo que dejar de regalarnos. Reíamos y cantábamos. Danzábamos alrededor de los árboles que habían crecido y cubrían la Tierra hasta donde alcanzara la vista. Los ríos se escurrían como brazos juguetones entre bosques y montañas, se oía el chapoteo de las lenguas de los animales en los manantiales. Y nosotras no teníamos dinero, pero no importaba porque podíamos comer los frutos de las ramas de los árboles.
»Es un mundo nuevo, pero al mismo tiempo es nuestro mundo, mamá —terminó María con una sonrisa cargada de ilusiones—. Sólo tenemos que curarlo.
Y Eva pensó, con lágrimas sanadoras en los ojos, que quizá sus hijas, y todas las hijas del planeta, habían empezado ya a hacerlo.
1 comentario:
Que hermoso, e interesante... ojala esa cura hiciera un efecto real en el planeta... felicidades.
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