—Ve y dile a la abuelita que te deje dar de comer a las palomas,
cielo.
«Ya estamos otra vez», pensó Rita con amargura. Desde que había
llegado al parque aquella mañana, la gente no dejaba de atosigarla. Primero una
niña vendiendo galletas, luego un viejo tonto que no tenía quien le aguantara
en casa y ahora aquella madre más tonta todavía mandando al niño a hablar con
desconocidos. ¿Acaso porque tenía setenta y cuatro años y muchas más arrugas ya
se pensaba la gente que era inofensiva? Clavó los ojos grises en el pequeño que
iba hacia ella sacudiendo los bracitos y una sonrisa mellada. Debía de ser más
listo que su madre porque no tardó en perder la alegría y la rapidez de sus
pasos. Es más, cuando se detuvo, ya estaba haciendo pucheros.
—Aparta, renacuajo, si no quieres que te eche a los pájaros encima —un
lagrimón se escurrió por la mejilla del niño y sus morretes empezaron a temblar—.
Y le dices a tu madre que no soy tu abuelita.
Rita observó con la satisfacción de un triunfo como el crío se volvía
corriendo y dando gritos. Eso le enseñaría a no molestar a sus mayores cuando
estaban trabajando.
—¿Por donde iba? —preguntó a las palomas que comían las migas que les
tiraba—. ¡Ah, sí! Por el condensador de fluzo.