—Ve y dile a la abuelita que te deje dar de comer a las palomas,
cielo.
«Ya estamos otra vez», pensó Rita con amargura. Desde que había
llegado al parque aquella mañana, la gente no dejaba de atosigarla. Primero una
niña vendiendo galletas, luego un viejo tonto que no tenía quien le aguantara
en casa y ahora aquella madre más tonta todavía mandando al niño a hablar con
desconocidos. ¿Acaso porque tenía setenta y cuatro años y muchas más arrugas ya
se pensaba la gente que era inofensiva? Clavó los ojos grises en el pequeño que
iba hacia ella sacudiendo los bracitos y una sonrisa mellada. Debía de ser más
listo que su madre porque no tardó en perder la alegría y la rapidez de sus
pasos. Es más, cuando se detuvo, ya estaba haciendo pucheros.
—Aparta, renacuajo, si no quieres que te eche a los pájaros encima —un
lagrimón se escurrió por la mejilla del niño y sus morretes empezaron a temblar—.
Y le dices a tu madre que no soy tu abuelita.
Rita observó con la satisfacción de un triunfo como el crío se volvía
corriendo y dando gritos. Eso le enseñaría a no molestar a sus mayores cuando
estaban trabajando.
—¿Por donde iba? —preguntó a las palomas que comían las migas que les
tiraba—. ¡Ah, sí! Por el condensador de fluzo.
Bautizado así en honor a Doc y su coche-máquina del tiempo. ¡Lo que le
había inspirado aquella película! Siguió repasando en voz alta todas las piezas
de su nuevo invento.
—Rayo condensador, secador de partículas, válvula de escape, marcador
de raciones… —uno de los pájaros que tenía más cerca ululó en su dirección—.
Sí, ese es importante. La última vez explotó el microondas y me pasé dos
semanas limpiando el laboratorio.
Dejó caer el último pedazo de pan y se sacudió las manos hasta dejar
limpios de migas todos los pliegues. Tomó el bastón del reposabrazos y se
dirigió renqueante hacia su casa.
El laboratorio estaba ubicado en el sótano, una enorme estancia sin
tabiques que estaba abarrotada de aparatos imposibles. A la derecha, descansaba
tapado su primer invento: una «Piscina Rejuvenecedora». Cuando la probó sólo
había conseguido escaldarse. Justo enfrente, la «Dispensadora de Chuches».
Puede que la Sociedad General de Inventores se hubiera reído de ella por una
máquina tan absurda, pero Rita llevaba años disfrutando de gatitos de goma… ¡y
gratis! Continuó avanzando por la sala mientras se relamía con los dulces.
—Hola, bonita. ¿Cómo te ha ido hoy?
Al llegar al «Intercambiador», acarició a Loli en la cabeza, su fiel
gata persa. Le había cogido el gusto a uno de los asientos de peluquería, con secador
para permanente incorporado. El de al lado siempre estaba vacío. No había
conseguido probar aquel aparato, ya que jamás consiguió un voluntario que se
atreviera a cambiar el cerebro por el de otra persona. No entendía porqué,
cuando a más de uno le habría hecho falta. Sólo había que meter la cabeza en el
secador, darle a la palanca de arranque y en cinco minutos tenías la
posibilidad de ser otra persona. Y todo con efectos reversibles, claro. O eso
suponía, ya que nunca lo había probado.
Llegó por fin a su última maravilla, la que la haría una mujer rica.
Sonrió estirando los delgados labios hasta que le brillaron los ojos por la
tirantez. Su «Comida al Minuto» iba a triunfar como la Coca-Cola. Se le había
ocurrido tras la muerte de su marido, la única persona de la casa que sabía
cómo utilizar los utensilios de cocina. A las tres semanas de servirse aquella
horrible comida precocinada, decidió que ya era hora de poner a funcionar su
increíble cerebro en algo que fuera realmente práctico. Y allí lo tenía. Sobre
la mesa. A la derecha lo que había llamado el «Pastillero», un verdadero
milagro científico que conseguía convertir un exquisito plato de comida en una
pastilla más pequeña que su mano. A la izquierda, el «Despastillador», un
modificado microondas que en tan sólo un minuto devolvía a la tableta su
textura y sabor original. Aquel invento, sin duda, le traería la gloria.
Destapó el sabroso pollo asado que había comprado de camino a casa y
lo dejó en el cazo de disminución. Se colocó las gafas protectoras y apretó el
botón de encendido. La electricidad hizo vibrar la máquina y vio encenderse el
condensador antes de que la lupa que tapaba el cazo extendiera el rayo azulado
por todo el pollo. Éste empezó a encoger, a plegarse sobre sí mismo hasta formar
una tableta de apenas cinco centímetros. Podría haber empezado a saltar en ese
momento, pero sabía por experiencia que era mejor esperar hasta que todos los
aparatos estuvieran desenchufados. Así que cogió la pequeña tableta con unas
tenazas y la puso en un plato, antes de meterla en el microondas. Marcó cuatro
raciones y lo puso en marcha. El plato empezó a dar vueltas y Rita no fue capaz
de apartar los ojos de la pantalla. El olor que se apreciaba a través de la
rejilla de escape, era realmente apetitoso. Al cabo de un minuto exacto, el
pollo volvía a brillar entero, tal cual lo había comprado.
—¡Síiiii!
En ese momento, Rita sí empezó a saltar. El baile se animaba con el
chasquido de sus huesos, pero no le importó porque… ¡por fin! Mañana mismo iría
a la oficina de patentes y les restregaría en la cara a aquellos carcamales de
la Sociedad de Inventores su creación. Empezó a avanzar hacia atrás, imitando
los pasos de Michael Jackson, mientras Loli maullaba para acompañar la alegría
de su ama. Vendería el «Pastillero» a las mayores empresas de comida del país y
el «Despastillador» ocuparía un lugar destacado en todas las casas y comercios
del mundo. Sus tabletas de comida se venderían en los supermercados de toda la
galaxia y ella alcanzaría el renombre que merecía.
Sus pupilas se habían convertido ya en símbolos del euro cuando
tropezó con el bastón y cayó a la silla desocupada del «Intercambiador».
Inmediatamente el secador modificado se acopló en su cabeza y cuando iba a
quitárselo, golpeó con el brazo la palanca de arranque. En el momento en que el
aparato se puso en marcha, miró con aprensión a Loli que se lamía una pata en
el sillón de al lado.
—Oh-oh —y todo se volvió negro.
La despertó el ruido de las máquinas zumbando y un plato de porcelana
que se hacía añicos contra el suelo. Al abrir los ojos se vio a sí misma
pegando unos saltos que probablemente le dislocarían los huesos. A base de
golpes consiguió tirar el microondas, cuyas piezas se desparramaron por todo el
laboratorio. «Adiós a la oficina de patentes», pensó con un suspiro que sonó a
maullido. Un momento… Volvió a mirar su cuerpo, que ya no daba saltos, sino que
se había puesto a cuatro patas en el suelo y lamía la piel del pollo a
lengüetazos.
—¡Ay, madre! —esta vez fue un maullido en toda regla—. ¿Y ahora qué?
2 comentarios:
Jajajajaa. Promete, promete
Gracias, Victoria. La verdad es que nunca había escrito un relato así. No sé si me volverá a salir. XD. Besitos
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