V. Una Clase Teórica





V. UNA CLASE TEÓRICA

—¿Conoces el sabor del deseo del hombre?
La pregunta le cazó por sorpresa, a la vuelta del cuarto de baño, donde había ido a lavarse. ¿Que si lo conocía? No. Jamás se habría atrevido a probarlo. Su anterior comentario había sido más una bravata que una realidad. Nunca había probado el deseo de un hombre porque nunca había metido un miembro en su boca. Pero… ¿cómo le diría eso a él?
—Claro —respondió al fin.
—Descríbemelo
Ni siquiera se había movido un músculo de su hermoso cuerpo desnudo, sentado en la cama, con la espalda apoyada en los innumerables cojines. Un muslo cubierto de suave vello castaño, tapaba aquello que ella había tocado, pero que aún no había llegado a ver. Lo había tenido en la mano. Grande. Duro y a la vez suave, como el tacto aterciopelado de un albaricoque. ¿Cómo se sentiría llevándolo a su boca? ¿A qué sabría, tan cálido y espeso?
—Si no puedes describirlo es que no lo has probado.
Por un momento, no dijo nada. Continuó de pie, en medio de la habitación, con las piernas juntas, la falda por debajo de las rodillas y el único botón desabrochado de la blusa quemándole la garganta. Casi ni se atrevía a mirarle a los ojos. Pensaría que era una mojigata. Una frígida asexuada, como cada hombre con el que había intentado tener una relación.
Sin embargo, su voz no parecía reprocharle nada. Más bien, la invitaba a que lo hiciera, a que lo tomara con sus labios y su lengua y lamiera cada centímetro de su erección, que disfrutara de cada descarga de su orgasmo. Y su mirada era tentadora, casi una promesa de toda la magia que podría encontrar con solo una caricia de su boca.
—Tú sí conoces el deseo de una mujer.
No era una pregunta. No hacía falta hacerla.
—Sí —asintió también con la cabeza.
—¿A qué sabe?
—A lujuria —respondió enseguida, abriendo los ojos color miel y clavando la mirada en sus pezones, que se irguieron al momento.
—¿Y a qué sabe la lujuria?
La pregunta fue hecha casi sin voz. El sonrió y enlazó las manos detrás de la cabeza, con la mirada perdida en el techo y la mente en algún lugar fuera de aquella habitación.
—Cada mujer sabe de forma diferente —respondió al fin, suavemente, clavando los ojos de nuevo en ella—. Algunas saben a especias, otras a picante, algunas a fruta madura y fresca —la inspeccionaba lentamente con sus grandes ojos ambarinos. Se pasó la lengua por los labios, como si la pudiera saborear a través de la distancia que los separaba—. Sin embargo, todas son calidas y cremosas, como el sirope templado sobre mi lengua.
Ahora la miraba fijamente, calentándola con la luz dorada de su mirada, provocando que su deseo se deslizara cálido por el interior de sus muslos. Y él lo sabía, a juzgar por la dirección que tomaron sus ojos, paseando justo sobre el lugar que le deseaba entre sus piernas.
Ella dio un paso hacia él, inconsciente, deseando que la abriera y la probara, que la dijera a qué sabía su deseo por él. Pero luego se dio cuenta de que así nunca conocería el sabor del deseo de un hombre. Probó a dar otro paso en su dirección, intentando vislumbrar aquello que empezaba a desear en su boca.
—Quiero conocer tu sabor, Mike —reconoció con una sacudida de placer en su vientre.
La expectación iba a matarla. Nunca había deseado probar con su boca el miembro de un hombre, pero el suyo…
El estiró la pierna que lo tapaba y Karen pudo apreciar su larga y gruesa erección, calculando cuanta carne de él podía cobijar, la presión que debería ejercer. Sonrió al ver que palpitaba y se alargaba aún más sobre su vientre.
—No seré yo el que te impida hacerlo —respondió él con la voz tan ronca como si una mano atenazara su garganta.
Podía apreciar una nota de triunfo en su voz, pero su rostro estaba serio, y sus ojos la contemplaban con un ardor dorado que la hacía sentirse atrevida e impaciente.  ¡Dios, sí! Quería eso. Lo quería a él profundamente enterrado en su garganta y más tarde quizá entre sus piernas. Lo deseaba con una pasión que apenas se imaginaba que pudiera existir.
Fue acercándose lentamente a la cama, notando como una tortura cada paso, cada roce de sus muslos tensos, cada caricia del encaje de las bragas en su vulva húmeda y sensible.
Le tomó de los tobillos, obligándole con un roce, sin necesidad de fuerza, a sentarse al borde de la cama, mientras ella se arrodillaba frente a él. No podía mirarle a los ojos, pero por el contrario, no podía apartar la mirada de sus apretados testículos. Subió la mano por la piel tirante, desde abajo, retirando con sus dedos los rizos oscuros que poblaban su base. Ascendió por su tronco henchido, rodeándole, a la vez que se inclinaba hacia delante y abría la boca.
Su mano la detuvo, enrollada en el pelo de su nuca, que la obligaba a levantar la mirada hacia él. Su rostro serio parecía duro, con la mandíbula apretada y los párpados entrecerrados.
—Humedécete bien los labios —le obedeció, dejando que su lengua paseara lentamente por sus labios, lanzándole una silenciosa promesa de placer—. Cuando me tomes en tu boca, succiona, como un niño hambriento del pecho de su madre. Presiona con tus labios, si te apetece utilizar los dientes, que sea con cuidado y juega con tu lengua como si lamieras un caramelo.
Con cada nueva instrucción, Karen entrecerraba los ojos y volvía a lamerse los labios, una y otra vez.
—Si me miras mientras lo haces, sabrás cuando estoy a punto de correrme, lo que hagas entonces es cosa tuya.
Solo de imaginarle descargando su semen directo a su garganta, su sexo empezó a palpitar con más insistencia, rogando por una caricia. Siseó cuando sus muslos se juntaron y el placer recorrió su vientre, lanzando hacia abajo una oleada de humedad. Mike lo notó y una sonrisa perezosa se extendió por sus rasgos perfectos.
—Tampoco pondré objeciones si te tocas mientras me das placer. De hecho, podemos dejar mi satisfacción para más adelante y ocuparnos de la tuya.
Pero a Karen, su primera idea le había parecido estupenda. Antes de que él pudiera cambiar de opinión, bajó una mano por su cuerpo, tanteando la punta de sus pezones duros, acariciándose el estómago y el vientre, hasta internarse en la cálida oscuridad bajo la falda.
Casi al mismo tiempo, inclinó más aún la cabeza, sin dejar de observar la carne enardecida que daba suaves sacudidas frente a sus ojos. Dejó escapar el aliento sobre su miembro, cuando sus dedos se mojaron con su propio deseo. Se aventuró a rozar con la lengua su glande congestionado, a la vez que encontraba el nudo de placer entre sus piernas. Con un gemido gutural, cerró los labios en torno a él, paladeando la líquida esencia salada que se escapaba de su cima, mientras movía la mano bajo la falda.