VII. La Invitación





VII. LA INVITACIÓN

Karen le dejó salir de su boca con una pequeña succión. No demasiado fuerte como para causarle dolor, ni excesivamente ligera como para que no lo notara. En su justa medida, sólo para lamer los últimos rastros de su semilla y provocarle un rugido de satisfacción. Porque lo quería todo de él. Era suyo. En ese momento se sentía egoísta.
Pero también quería recompensarle de alguna manera. Quería que él disfrutara del poder. Quería darle ese cálido placer que resbalaba por la cara interna de sus muslos. Deseaba que lo bebiera como ella había hecho para él. Porque el sexo también la hacía sentir generosa.
Por eso se levantó con una tranquilidad que apenas creía poseer y se despojó de toda la ropa, dejándole ver su carne erizada por la anticipación; permitiéndole disfrutar de cada centímetro de su piel desnuda. Le daría el privilegio de de recorrer su cuerpo con las manos, de lamerlo a placer hasta dejarla temblorosa y con el mismo aspecto de gata satisfecha que él lucía.
Le otorgó su sonrisa más lasciva, aquella que le decía sin palabras las reglas del juego… o la total ausencia de ellas, y apreció en sus ojos un brillo de deseo instantáneo y abrasador. Caminó lentamente hacia atrás, sin apartar la mirada, sin retirar su sonrisa, y se dejó caer con elegancia en un sillón, girándolo hasta quedar enfrentados.
Llevó una mano blanda sobre la rodilla y suave, muy suave, la subió por el interior de un muslo. Apenas las yemas de dos dedos rozaban su piel, pero bastó para que un escalofrío ansioso la recorriera. Se mordió el labio inferior con fuerza, ahogando un jadeo nervioso, y continuó ascendiendo por la piel tierna hasta rozar los rizos oscuros que adornaban su más preciado secreto.
Cambió el curso de los dedos, desviándolos deliberadamente por su ingle, en dirección a un costado. Continuó subiendo, con los ojos masculinos clavados el recorrido y más tarde en el pezón erecto que bordeaba con una uña. Aquello era el paraíso.
Se arqueó sinuosamente sobre el sillón, frotándose los muslos y restregándose contra el brocado suave del asiento. Gimió y continuó moviéndose frente a la mirada del hombre que otra vez se ponía duro por ella. Bajó las manos de golpe, como si ya no pudiera aguantar más, y las paseó por el triángulo oscuro entre sus piernas. Se acarició las ingles, el interior de los muslos, jadeó, gimió. Su cuerpo desnudo llamó a gritos a ese hombre que había hecho despertar su deseo, pero que no parecía dispuesto a dejar el cómodo colchón. Y sin poder aguantarlo ni un solo segundo más hundió dos dedos en la cálida humedad que bañaba su lugar más íntimo.
Un nuevo gemido agudo resonó en la habitación, seguido de unos jadeos incontrolados nacidos de la lujuria. Apenas pudo escucharlos, pues parecía que sus oídos se hubieran taponado por la magnitud de sensaciones. Le dolían los pezones, duros capullos arrugados que se impulsaban en dirección a Mike, reclamándole su atención. Todo su cuerpo parecía consumirse por la necesidad de ser tocado, poseído;  las exquisitas chispas de placer que habían tentado su cuerpo hacía tan sólo unos instantes, no habían sido suficientes.
Se recostó en el sillón, ronroneando, apreciando el cuerpo macizo de Mike, que por fin había decidido dejar de ser un mero observador. A la vez que él se acercaba, ella alzó la mano hasta sus labios secos, y probó en su lengua el poder que estaba a punto de regalarle, mojando aún más sus dedos ya húmedos. Le observó detenerse, como si le hubieran golpeado en el centro del pecho. Puro músculo compacto y brillante de sudor. Con su miembro erecto, apuntando hacia ella en una sutil amenaza. Un hombre. Un guerrero. Que no dudó en arrodillarse frente a ella y apoyar las manos sobre sus rodillas en una humilde súplica.
Y Karen no pudo menos que otorgarle una exclusiva invitación, abriendo bien las piernas para él.

VI. El Sabor del Deseo





VI. EL SABOR DEL DESEO.

Muy pronto, el calor de la habitación empezó a ser sofocante. La humedad que provocaba el sudor de sus cuerpos, el aliento que escapaba con cada gemido de Mike, hizo que se empañaran los cristales de las ventanas. El colchón crujía cada vez que él alzaba las caderas en una nueva embestida, mientras Karen le apretaba sin rastro de timidez, buscando liberarle en un potente orgasmo.
Dejó que su carne se escurriera por su lengua. La deslizó arriba y abajo, a lo largo de toda aquella gloriosa longitud, devorando con ansia cada espasmo de placer. Ronroneó cuando sus caderas se volvieron impacientes, jadeó en el momento en que empezó a perder el control, y gimió con deleite al recibirlo entero en su boca, dejando que la golpeara en lo más profundo de su garganta, rogándola que se abriera aún más para él.
Abrió los ojos y se bebió con la mirada la dicha de su rostro, olvidando de pronto mover la mano que ocultaba bajo la falda. El no le ocultó su deseo, ni la forma maravillosa en que le hacía sentir su boca. Su cuerpo se estremecía con violencia a la vez que adelantaba la pelvis una y otra vez, sacudiendo sus huesos al ritmo que ella le imponía. Dejaba escapar gruñidos y jadeos, como si no pudiera mantener en su interior las poderosas emociones que le provocaba.
Karen cerró más los labios, presionando su sexo, notando cómo la piel que lo cubría quedaba fuera de su boca, para dejar al alcance de su lengua la carne que verdaderamente la necesitaba. Y que ella necesitaba. De su cima se escaparon cálidas gotas de semen, saladas y escurridizas, que traspasaron el ardor a su misma sangre. Gimió en respuesta a ese principio de éxtasis, y todo su ser pareció volverse lava roja y fundida que nacía en lo más profundo de su vientre y se deslizaba lentamente por la cara interna de sus muslos. Una chispa de sabia satisfacción brilló en esos ojos dorados y ella le castigó con los dientes, provocando un gruñido bajo que enardeció aún más sus sentidos.
Debería sentirse intimidada por su tamaño, que continuaba obstruyendo su garganta, negándole el aire cada vez que se hundía en ella. Pero no era así. En lugar de sujetar su cabeza, obligándola a mantener un ritmo imposible, sus manos apretaban con fuerza la colcha granate a ambos lados de su cuerpo imponente. Podía apartarse en el momento en que lo deseara. Pero no quería negarle la súplica que brillaba en su rostro, ni quería privarse a sí misma la excitante sensación de saberse dándole placer. Era ella quién marcaba el compás, guiándose por las sacudidas de su miembro.
Sus embestidas se hicieron más ansiosas, los músculos de su rostro se tensaron con dureza. Los pesados párpados de espesas pestañas negras se entrecerraron al mismo tiempo que mostraba los dientes apretados, en una mueca que podía interpretarse como el dolor más profundo o el más intenso placer. Y fue su miembro, de pronto tenso contra su lengua el que le mostró la verdad, cuando explotó en potentes oleadas de éxtasis que se estrellaron contra su garganta.
Ella tragó dichosa, consciente de que el hombre que yacía en la cama disfrutaba de su orgasmo porque ella lo consentía. Que en ese preciso instante, se encontraba completamente a su merced. Sabedora de que la línea que separa el placer de la frustración dependía tan solo de su boca caprichosa. Esa boca golosa que lamía cada centímetro de su sexo necesitado. Y supo al fin a qué sabía el deseo de un hombre:
Al más embriagador y absoluto poder.

Pol. Ind. Los Desamparados


Nombre: Venus
Profesión: Prostituta
Lugar de residencia: Pol. Ind. Los Desamparados

Aquella mañana, nada más despertarse, se sorprendió de la intensa luz que bailaba en su habitación, molesta para sus ojos y el resto de sentidos embotados tras la borrachera de la noche anterior. Dos días atrás, no había una sola sombra que se moviera en las paredes negras. Hoy, sus pocos cachivaches jugaban a oscurecer la pintura amarilla. Bajó de nuevo la cabeza al colchón, tapándola con la almohada. Más tarde compraría tinte granate y redecoraría su cuarto.

Cerró con llave la puerta de su dormitorio nada más salir. Deseó para esa noche un par de clientes más de lo habitual y así poder comprar otro cerrojo que se sumase a los tres que ya había. Nunca eran suficientes. Bajo los arañazos producidos por las palancas se veían las diferentes capas de pintura que habían embellecido la sencilla madera de castaño. El blanco no era uno de ellos.
La burda lana de la alfombra roja amortiguó el ruido de sus tacones. Una burla constante para sus vecinas y para ella. Todas las mujeres que allí vivían en algún momento habían sido divas de la moda. Su chulo opinaba que la alfombra contribuía a que los clientes que llevaban a sus dormitorios pagaran más, en agradecimiento a poder jugar entre las piernas de mujeres cuyos nombres habían aparecido en las revistas en el pasado. Quizá la farsa habría resultado si la tela no hubiera estado arrugada, agujereada y sucia; casi tanto como las almas de las que allí trabajaban.
Salió por el portal, en dirección al Polígono Industrial de los Desamparados, dónde cada noche ocupaba su lugar justo en la esquina de la calle de la Noche con la Diez. La calle de la Noche en honor a su profesión, la Diez por los años que llevaba ejerciéndola. En cuestión de unos meses tendría que caminar hasta la siguiente esquina. Cuesta arriba, y cada vez más empinada. Y cuanto más arriba, menos clientes se detenían frente a ella.
Sacó un taburete plegable de detrás de una planta de adelfas y se dejó caer en él, recostando la espalda sobre la farola descascarillada que la había iluminado los últimos nueve meses. Se subió la falda y bajó el escote, un centímetro más bajo cada año que pasaba, y procuró no pensar en esos tiempos en que habría podido ir vestida de monja y aún así los hombres se habrían roto el cuello en sus coches para poder comérsela con la mirada.
Hablando de coches…
El Renault 21 de todos los días se detuvo frente a la farola, viejo y abollado, como su conductor. Fuera como fuese, era el que le ayudaba a pagar las facturas. Escondió de nuevo el taburete tras las adelfas, montó en el coche. Este arrancó, rumbo a la parte más oscura de la vida.

V. Una Clase Teórica





V. UNA CLASE TEÓRICA

—¿Conoces el sabor del deseo del hombre?
La pregunta le cazó por sorpresa, a la vuelta del cuarto de baño, donde había ido a lavarse. ¿Que si lo conocía? No. Jamás se habría atrevido a probarlo. Su anterior comentario había sido más una bravata que una realidad. Nunca había probado el deseo de un hombre porque nunca había metido un miembro en su boca. Pero… ¿cómo le diría eso a él?
—Claro —respondió al fin.
—Descríbemelo
Ni siquiera se había movido un músculo de su hermoso cuerpo desnudo, sentado en la cama, con la espalda apoyada en los innumerables cojines. Un muslo cubierto de suave vello castaño, tapaba aquello que ella había tocado, pero que aún no había llegado a ver. Lo había tenido en la mano. Grande. Duro y a la vez suave, como el tacto aterciopelado de un albaricoque. ¿Cómo se sentiría llevándolo a su boca? ¿A qué sabría, tan cálido y espeso?
—Si no puedes describirlo es que no lo has probado.
Por un momento, no dijo nada. Continuó de pie, en medio de la habitación, con las piernas juntas, la falda por debajo de las rodillas y el único botón desabrochado de la blusa quemándole la garganta. Casi ni se atrevía a mirarle a los ojos. Pensaría que era una mojigata. Una frígida asexuada, como cada hombre con el que había intentado tener una relación.
Sin embargo, su voz no parecía reprocharle nada. Más bien, la invitaba a que lo hiciera, a que lo tomara con sus labios y su lengua y lamiera cada centímetro de su erección, que disfrutara de cada descarga de su orgasmo. Y su mirada era tentadora, casi una promesa de toda la magia que podría encontrar con solo una caricia de su boca.
—Tú sí conoces el deseo de una mujer.
No era una pregunta. No hacía falta hacerla.
—Sí —asintió también con la cabeza.
—¿A qué sabe?
—A lujuria —respondió enseguida, abriendo los ojos color miel y clavando la mirada en sus pezones, que se irguieron al momento.
—¿Y a qué sabe la lujuria?
La pregunta fue hecha casi sin voz. El sonrió y enlazó las manos detrás de la cabeza, con la mirada perdida en el techo y la mente en algún lugar fuera de aquella habitación.
—Cada mujer sabe de forma diferente —respondió al fin, suavemente, clavando los ojos de nuevo en ella—. Algunas saben a especias, otras a picante, algunas a fruta madura y fresca —la inspeccionaba lentamente con sus grandes ojos ambarinos. Se pasó la lengua por los labios, como si la pudiera saborear a través de la distancia que los separaba—. Sin embargo, todas son calidas y cremosas, como el sirope templado sobre mi lengua.
Ahora la miraba fijamente, calentándola con la luz dorada de su mirada, provocando que su deseo se deslizara cálido por el interior de sus muslos. Y él lo sabía, a juzgar por la dirección que tomaron sus ojos, paseando justo sobre el lugar que le deseaba entre sus piernas.
Ella dio un paso hacia él, inconsciente, deseando que la abriera y la probara, que la dijera a qué sabía su deseo por él. Pero luego se dio cuenta de que así nunca conocería el sabor del deseo de un hombre. Probó a dar otro paso en su dirección, intentando vislumbrar aquello que empezaba a desear en su boca.
—Quiero conocer tu sabor, Mike —reconoció con una sacudida de placer en su vientre.
La expectación iba a matarla. Nunca había deseado probar con su boca el miembro de un hombre, pero el suyo…
El estiró la pierna que lo tapaba y Karen pudo apreciar su larga y gruesa erección, calculando cuanta carne de él podía cobijar, la presión que debería ejercer. Sonrió al ver que palpitaba y se alargaba aún más sobre su vientre.
—No seré yo el que te impida hacerlo —respondió él con la voz tan ronca como si una mano atenazara su garganta.
Podía apreciar una nota de triunfo en su voz, pero su rostro estaba serio, y sus ojos la contemplaban con un ardor dorado que la hacía sentirse atrevida e impaciente.  ¡Dios, sí! Quería eso. Lo quería a él profundamente enterrado en su garganta y más tarde quizá entre sus piernas. Lo deseaba con una pasión que apenas se imaginaba que pudiera existir.
Fue acercándose lentamente a la cama, notando como una tortura cada paso, cada roce de sus muslos tensos, cada caricia del encaje de las bragas en su vulva húmeda y sensible.
Le tomó de los tobillos, obligándole con un roce, sin necesidad de fuerza, a sentarse al borde de la cama, mientras ella se arrodillaba frente a él. No podía mirarle a los ojos, pero por el contrario, no podía apartar la mirada de sus apretados testículos. Subió la mano por la piel tirante, desde abajo, retirando con sus dedos los rizos oscuros que poblaban su base. Ascendió por su tronco henchido, rodeándole, a la vez que se inclinaba hacia delante y abría la boca.
Su mano la detuvo, enrollada en el pelo de su nuca, que la obligaba a levantar la mirada hacia él. Su rostro serio parecía duro, con la mandíbula apretada y los párpados entrecerrados.
—Humedécete bien los labios —le obedeció, dejando que su lengua paseara lentamente por sus labios, lanzándole una silenciosa promesa de placer—. Cuando me tomes en tu boca, succiona, como un niño hambriento del pecho de su madre. Presiona con tus labios, si te apetece utilizar los dientes, que sea con cuidado y juega con tu lengua como si lamieras un caramelo.
Con cada nueva instrucción, Karen entrecerraba los ojos y volvía a lamerse los labios, una y otra vez.
—Si me miras mientras lo haces, sabrás cuando estoy a punto de correrme, lo que hagas entonces es cosa tuya.
Solo de imaginarle descargando su semen directo a su garganta, su sexo empezó a palpitar con más insistencia, rogando por una caricia. Siseó cuando sus muslos se juntaron y el placer recorrió su vientre, lanzando hacia abajo una oleada de humedad. Mike lo notó y una sonrisa perezosa se extendió por sus rasgos perfectos.
—Tampoco pondré objeciones si te tocas mientras me das placer. De hecho, podemos dejar mi satisfacción para más adelante y ocuparnos de la tuya.
Pero a Karen, su primera idea le había parecido estupenda. Antes de que él pudiera cambiar de opinión, bajó una mano por su cuerpo, tanteando la punta de sus pezones duros, acariciándose el estómago y el vientre, hasta internarse en la cálida oscuridad bajo la falda.
Casi al mismo tiempo, inclinó más aún la cabeza, sin dejar de observar la carne enardecida que daba suaves sacudidas frente a sus ojos. Dejó escapar el aliento sobre su miembro, cuando sus dedos se mojaron con su propio deseo. Se aventuró a rozar con la lengua su glande congestionado, a la vez que encontraba el nudo de placer entre sus piernas. Con un gemido gutural, cerró los labios en torno a él, paladeando la líquida esencia salada que se escapaba de su cima, mientras movía la mano bajo la falda.

El mundo actual

"En el mundo actual, se está invirtiendo cinco veces más en medicamentos
para la virilidad masculina y silicona para mujeres, que en la cura del
Alzheimer. De aquí a algunos años, tendremos viejas de tetas grandes y
viejos con pene duro, pero ninguno de ellos se acordará para que sirven"

ANDRES RAQUEJO
Nobel de Literatura

Habitación 609




«—¿Tú qué harías si un hombre te diera una tarjeta?
—¿Qué hombre?
—Un desconocido —hizo una pausa para aspirar el humo del cigarrillo—. Un completo desconocido.
—¿Es atractivo?
—Sí —exhaló el humo y apagó el cigarro—. Mucho
—¿Y qué pone en la tarjeta?
—Una dirección y una hora. A medianoche. Habitación 609.
—¿Irás esta noche?
—Creo… Creo que sí...»

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IV. Empieza el Juego





IV. EMPIEZA EL JUEGO

Claro que estaba segura. Nunca había tenido sexo por placer. Jamás se había visto en una situación semejante, y desde luego, no provocada por ella. Pero ahora… Ahora estaba más que dispuesta a dejarse llevar por el placer que le proporcionaba ese hombre. Y estaba más que dispuesta a provocarlo para que continuara con el juego.
Quería tocarle, quería que le tocara. Necesitaba que esas ardientes manos la acariciasen, que sus cuerpos desnudos se rozasen cubiertos en sudor. Ya podía imaginarse sobre él, bajo él, entorno a él. Apretándole. Pero corría el riesgo de siempre.
Se alejó de él con un suspiro y la cabeza gacha. Sí, ella disfrutaría, ¿pero lo haría él?
—Ya sabía yo que no —comentó Mike con la voz grave.
Karen se volvió con los ojos chispeantes y le recorrió el cuerpo con la mirada, una mirada apreciativa y a la vez insultante.
—Que tú tengas aptitudes para el sexo no significa que todos las tengamos —replicó indignada—. Quiero esto. Te deseo, pero no entiendo por qué me deseas tú a mí. ¿O no lo haces? ¿Por qué me diste la tarjeta?
Sus preguntas parecían histéricas. Ella estaba empezando a ponerse histérica. ¿Por qué le había dicho eso? Abrió la boca para decirle que olvidara sus palabras cuando le vio acercarse a ella con la determinación plasmada en el rostro. Solo pudo observarle, todo su cuerpo, moreno y musculoso, grande, capaz de someterla con facilidad.
—Te di la tarjeta porque no soportaba verte llorar. Porque sabía que yo podía curar tu dolor —adelantó su mano para tomarla por la muñeca, acercando los dedos de Karen a la pequeña toalla que le cubría—. Y porque te deseé desde el momento en que tu cuerpo impactó contra el mío.
La obligó a meter la mano bajo la toalla y a rodearle con sus dedos. Karen jadeó y abrió los ojos con fuerza, sorprendida de haber sido capaz de provocar semejante erección.
—¿Por qué? —preguntó en un susurro, sin retirar la mano cuando él lo hizo.
El lo vio claro entonces. La miró a los ojos y vio en ellos sus dudas, sus inseguridades, sus temores, su hambre de él. Rodeó su rostro con las manos y le alzó la barbilla, hundiéndose en esa mirada expuesta. 
—Porque eres ardiente. Tu mano está quemando mi sexo —ella empezó a moverla, haciendo que la temperatura bajo la toalla subiera unos cuantos grados—. Porque no veo el momento de que tus labios se cierren entorno a mí —introdujo un dedo en su boca y Karen lo rodeó con su lengua—. Sí, así —él jadeó—. Porque cuando te recogí del suelo sólo pude pensar en apretarme entre tus muslos abiertos —la tensión en su cuerpo empezaba a hacerse insoportable y sonrió—. Porque siempre he alabado mi capacidad de contención, pero ahora mismo estoy a punto de correrme en tu mano.
Karen se humedeció los labios y apretó su mano entorno a él, haciendo más rápidos los movimientos. Le miró con los ojos vidriosos. ¡Dios! Solo de pensar en su semen goteando de su mano, se humedecía sin remedio.
—¿Y si quiero que te corras en mi mano? —preguntó algo cohibida.
—Yo preferiría correrme en tu boca —alzó la mano hasta su nuca, hundiendo los dedos en su pelo –. Preferiría hacerlo dentro de ti.
Estuvo tentada de ponerse de rodillas y tomarle con su boca. Pero no lo hizo, iría poco a poco. Tenían toda la noche por delante.
—Podrías correrte ahora en mi mano —dio un paso hacia delante, rozándole el pecho con los duros pezones—. Luego podrías hacerlo en mi boca —se humedeció los labios de nuevo, alzando el rostro hacia él—. Y después dentro de mí, todo lo profundo que quieras.
—¿Eso es lo que tú deseas? —le preguntó, con sus ardientes ojos clavados en su mirada.
Su única respuesta fue ponerse de puntillas y besarle con su boca inexperta. Acarició los labios duros y los lamió tímidamente, siguiendo un impulso de su cuerpo. El la dejaba hacer, observando con los ojos entreabiertos la expresión de su cara. Ligeros toques de su lengua en la piel húmeda de sus labios, leves succiones, mordisquitos intencionados. Los besos que ella le daba, no parecían hacer más efecto que el roce de una pluma. Pronto las dudas la asaltaron de nuevo. ¿Por qué no conseguía dar placer a un hombre? ¿Qué andaba mal en ella? Probablemente, si no estuviera acariciando su pene, se le habría bajado al primer roce de sus labios.
Súbitamente, él pasó una mano por su espalda y la atrajo hacia sí, profundizando el beso, obligándola a abrir la boca con la lengua. Karen gimió por la ruda invasión, más de deseo que por la sorpresa. Su entrepierna volvió a empaparse y su mano se cerró más fuerte sobre su miembro, tomándolo con ansia y necesidad de complacer. Por fin supo lo que era un beso de verdad, con el que podía excitarse y excitar a un hombre. Él, de hecho, empezó a mover las caderas, frotándose contra su mano cada vez más deprisa. Sus manos le apretaban los hombros, crispándose, descendiendo cada tanto para volver a subir en el acto. ¿Por qué no le tocaba los pechos?
Su lengua no dejaba de penetrarla, de investigar cada recoveco de su boca. Succionaba la suya con ansia y acariciaba su interior, descontrolada. Se habría preguntado si le estaba dando placer, si no hubiera tenido la clara prueba entre sus dedos. Los gruñidos que escapaban de su garganta también eran un buen síntoma. Por último, sus movimientos se hicieron más rápidos hasta que todo su cuerpo se tensó y unos chorros de caliente semen empezaron a deslizarse por su antebrazo. 

III. Declaración de Intenciones



III. DECLARACIÓN DE INTENCIONES

Él apareció de una puerta a su izquierda, cubierto tan solo por una pequeña toalla blanca. Ella primero abrió la boca al ver la perfección de su cuerpo casi desnudo. Luego, se sintió sonrojar hasta la raíz del cabello. Pero clavó la mirada en sus ojos, alzando la cabeza para poder hacerlo. La risa bailaba en las llamas doradas y casi alcanzó a ver una sonrisa en sus labios carnosos y duros. Los ojos del hombre se dirigieron hacia su más que recatado escote.
—Creí que las instrucciones decían que te desabrocharas un botón.
Su voz profunda la hizo ruborizar aún más, pero esta vez de puro deseo.
—Lo hice —respondió, forzando su garganta para que su timbre no sonara inseguro.
Le vio fruncir el ceño, pero no enfadado, sino más bien divertido. Alzó una ceja en su dirección y sus apetecibles labios se curvaron en una lenta sonrisa.
—No me lo vas a poner fácil, ¿eh?
No contestó. No estaba segura de para qué había ido. Sí, sabía lo que quería. También lo que él deseaba. Pero no estaba muy segura de poder ofrecérselo.
—¿Cómo te llamas?
—Karen
—Hermoso nombre —susurró, casi para sí.
Empezó a caminar hacia ella, desviándose cuando sus cuerpos casi se tocaban para dar una vuelta a su alrededor, sus ojos clavándose en cada voluptuosa curva de su cuerpo. Se sentía insultada y a la vez muy caliente. La miraba como si fuera un simple objeto, pero que él quisiera utilizarla era halago más que suficiente.  Ella también quería utilizarle… y cada vez tenía más ganas.
—¿Y tu nom…?
—Puedes llamarme Mike – interrumpió a su espalda.
—¿Pero es ese…?
—¿Importa?
Karen se volvió enfadada, más que tentada de marcharse en ese momento.
—No me gusta que me interrumpan
—Cuando realmente quieras decir algo, no dejarás que lo haga.
Su sonrisa era enigmática y provocadora, tanto como esas palabras que la sacudieron con una nueva oleada de humedad. ¡Qué lucha mantenía en su interior! La mujer independiente y segura de sí misma, contra la mujer que deseaba un hombre que intentara dominarla con el respeto, no con bravatas. Ganó la de siempre, y con una mirada altiva, pasó junto a él para dirigirse a la salida.
—¿Sabes a qué has venido, Karen? —preguntó, calmado, como si fuera consciente de que sólo necesitaba una excusa para quedarse.
Karen se volvió, dejando que su pelo ondulado, resbalara por el frente de la camisa de seda.
—A que me folles —recordó la dura palabra de Peter en el restaurante y decidió utilizarla.
Quería parecer una mujer moderna, capaz de espetar ordinarieces como aquella sin sonrojarse… aunque le resultara imposible hacerlo. El debió de apreciar su incomodidad, pero la risa ronca que salió de lo más profundo de su pecho no fue en absoluto ofensiva, sólo otro motivo más para que se enardecieran sus sentidos.
—No voy a follarte, Karen.
Dio dos pasos hacia ella, desnudándola con la mirada, comiéndosela con los ojos, provocando oleadas de placer que se extendían desde su vientre.
—Yo no te follaré —susurró, cada vez más cerca—. Te proporcionaré un placer que nunca has sentido —se colocó a su derecha, acercando los pecaminosos labios a la sensible piel de su oído—. Te acariciaré —un ligero roce de sus dedos en la cintura—. Te lameré —pequeño toque de su lengua en el cuello—. Te morderé —sus dientes apretando suavemente el lóbulo de su oreja.
Estaba más que preparada para que le hiciera todas esas cosas y más. Todos sus nervios saltaban ahora esperando conseguir un pedazo de ese hombre que le daba placer solo con su voz y sus palabras. Y todavía no había terminado.
—Dejarás que me pierda en ese tentador cuerpo tuyo —ahora se colocaba a su espalda, rozándola con el pecho y calentándola con su aliento—, te aferrarás a mí con cada espasmo de placer. Te haré gritar mi nombre repetidas veces. Y conseguiré que adores el sexo sencillamente por el placer.
—Eso ya lo hago —susurró trémula.
Abarcó su cintura con las manos y las fue subiendo lentamente… muy lentamente, hasta que con el dorso llegó a sujetar el peso de sus senos hinchados. Con la boca muy cerca de la piel de su cuello, preguntó:
—¿Estás segura?

Sueña esta Noche


Sueña esta noche que estás a mi lado
Junto a mi cuerpo desnudo
Ansioso de tus caricias

Sueña esta noche que estás frente a mí
Frente a mi rostro expectante
De la expresión de tus sentimientos

Sueña esta noche que estás a mi espalda
Abrazándome con cariño
Besando la piel que se eriza con tu contacto

Sueña esta noche que me acompañas en el camino
Balanceando nuestras manos unidas
Al compás de nuestros corazones

Sueña esta noche que bailas a mi ritmo
Apretando tu pecho al mío
Enredando nuestras piernas en una danza sin fin

Sueña esta noche que piensas con mi mente
Y te ves a ti mismo un ser amado
El más amado

Sueña esta noche que te pierdes en mi alma
Que rozas mi primera esencia
Esa que vive para ti

Sueña esta noche conmigo
Y despierta por la mañana
Para mirarte en mis ojos
Estos ojos que te adoran
Y que te observan con amor.

Mujer


¡Loada tú,
Que eres Madre,
Niña
Y Diosa!

¡Loada tú,
Que cuidas de mis sueños
Y velas por mi vida!

Juegas en los campos
De trigo al sol,
Cuando los brotes
Son verdes y tiernos,
Cuando la Tierra rezuma humedad
Y tus pequeños pies descalzos
Se hunden en los charcos
Del agua de lluvia.

Maduras
Junto a ese trigo
Que cuidas
Ahora amarillo y delicado,
Lleno a rebosar
Del fruto que alimenta a los que amas.
Y pisas con reverencia
Esa Tierra que
Aún seca
Da vida.

Te das entera al mundo
Como esa espiga cortada
Que viajará a esas casas
Hambrientas de ti.
De tu amor.
De tu luz.
De tu esencia
Que nutre nuestras almas.

¡Loada tú,
Mujer,
Que aguantas el mundo,
Desde las sombras,
Cediendo tu grandeza
Al que necesita sentirse grande!


¡Loada tú,
Mujer,
Simplemente
Por ser tú!

El Fuego de una Princesa

La primera vez que la vi, tenía tan sólo 8 años, y pensé que era para mí. Simorth actuaba de una forma extraña para ser una princesa. No había miradas altivas, ni un cortejo de sirvientas allá donde fuera. Ni siquiera una acompañante que la entretuviera. Era una chiquilla solitaria y apocada, que miraba a la mujer de su padre, la nueva reina, con temor reverencial. No la culpo, las víboras resultaban más amables que esa mujer. Su belleza también la hacía especial. Las princesas de Esalor tenían la mala costumbre de parecerse a sus padres, los reyes, sólo cuando estos eran especialmente feos, y aún así había que dar gracias de que no se parecieran a sus madres. Simorth sólo se parecía a ella misma y era una suerte.
El rey Beorn no permitía que nadie se acercara a la chiquilla, cosa que me extrañó. Se veía a las claras que no era para protegerla, todo lo contrario. Las miradas que lanzaba a su hija cuando la encontraba hablando con alguien, prometían futuras represalias, cuando nadie rondara a su alrededor. La pequeña clavaba los ojos en su padre, a la vez arrepentida y suplicante, pero el rey se limitaba a negar con la cabeza y a obviar la presencia de su hija, como si ésta fuera un adorno sin importancia. Simorth entonces apretaba los dientes, agachaba la cabeza y realmente se convertía en ese adorno.
Años después entendí el por qué de esa medida de precaución. Me encontraba yo recorriendo con la mirada el cuerpo esbelto de la adolescente cuando unos muchachos de su edad empezaron a molestarla. La joven los ignoró y continuó caminando, pero ellos la rodearon, riéndose de ella mientras toqueteaban sus espadas envainadas. Se creían valientes, pero incluso entre risas pude ver un brillo de temor en sus ojos. Me habría gustado intervenir, pero también tenía curiosidad por ver cómo saldría ella del apuro. Primero me cegó una fuerte luz y luego escuché el sonido de la explosión. El caos estalló en el patio del castillo. Tardé unos segundos en recuperar el control de mis sentidos y cuando lo hice la boca se me abrió hasta casi tocar el pecho.
La princesa ardía de furia. Su rostro era una mueca de ira y sus ojos ambarinos, chispeaban con destellos dorados. Su pelo rojo ondeaba como una llama. ¡Y es que eran llamas y chispas lo que rodeaba su cuerpo! Alzó las manos, distorsionadas por un fuego que no la consumía, y las miró con preocupación. Luego se encogió de hombros y siguió andando, bajando el nivel de las llamas a su alrededor a medida que su cólera cedía. Atrás dejó a los muchachos que la importunaban cubiertos de hollín y con las plumas de sus sombreros achicharradas, y a un enamorado que se replanteaba sus primeras impresiones.
Por fin comprendí por qué era tan solitaria y por qué su padre no la rodeaba con damas que la entretuvieran. Tampoco, me corregí, era falta de espíritu, tan solo lo controlaba. Y por último, alcé los ojos al cielo y rogué a los dioses que no me fuera la princesa destinada. Monté con prisas el primer caballo que encontré y huí en busca de una princesa que tuviera aspecto de rey.

La Gente que me gusta


- Primero que todo: Me gusta la gente que vibra, que no hay que empujarla, que no hay que decirle que haga las cosas, sino que sabe lo que hay que hacer y que lo hace...

- Me gusta la gente con capacidad para medir las consecuencias de sus acciones, la gente que no deja las soluciones al azar.

- Me gusta la gente justa con su gente y consigo misma, pero que no pierda de vista que somos humanos y nos podemos equivocar.

- Me gusta la gente que piensa que el trabajo en equipo entre amigos produce más que los caóticos esfuerzos individuales.

- Me gusta la gente que sabe la importancia de la alegría.

- Me gusta la gente sincera y franca, capaz de oponerse con argumentos serenos y razonables a las decisiones de un jefe.

- Me gusta la gente de criterio, la que no traga entero, la que no se avergüenza de reconocer que no sabe algo o que se equivocó.

- Me gusta la gente que, al aceptar sus errores, se esfuerza genuinamente por no volver a cometerlos.

- Me gusta la gente capaz de criticarme constructivamente y de frente, a éstos les llamo mis amigos.

- Me gusta la gente fiel y persistente, que no desfallece cuando de alcanzar objetivos e ideas se trata.

- Me gusta la gente que trabaja por resultados.

Con gente como ésa, me comprometo a lo que sea, ya que con haber tenido esa gente a mi lado me doy por bien retribuido.


Mario Benedetti

II. Instrucciones para una noche de placer




II. INSTRUCCIONES PARA UNA NOCHE DE PLACER

Un sobre granate se apoyaba en la puerta de la habitación 609. Supuso que sería para ella y lo cogió, mirando a ambos lados del pasillo y rogando porque no apareciese nadie justo en ese momento. Afortunadamente, estaba desierto.
Rasgó el sobre y sacó un folio en blanco, escrito a bolígrafo con una caligrafía angulosa y elegante.

«Instrucciones para una noche de placer»

El pulso se le aceleró hasta límites insospechados. ¿Pero de qué estaba hablando ese loco? Se sintió tentada de salir corriendo, pero la curiosidad pudo más que su miedo y continuó leyendo.

«1.- Cierra los ojos unos minutos y relájate.»

Como era su costumbre, desoyó la orden y abrió los ojos aún más. ¡Qué se relajara! Si estaba a punto de darle un infarto.
Sí, bueno, a lo mejor era por eso…
Volvió a mirar a su alrededor. Todavía nadie. ¿Cuánto tardaría en aparecer algún huésped y descubrirla ahí parada como una idiota? Decidió seguir leyendo antes de largarse de allí a todo correr.

«2.- Esta vez, obedece la orden. Cierra los ojos, acalla tu mente y relájate.»

Sonrió muy a su pesar. ¡Maldición! ¿Cómo podía saberlo? Casi parecía que estuviera escribiendo la carta mientras observaba sus reacciones por alguna cámara oculta.
«No pienses en cámaras ocultas» se dijo.
Respiró hondo un par de veces antes de seguir las instrucciones de la carta. Había venido buscando… algo… Y fuera lo que fuese, lo encontraría. Cerró los ojos y acorraló los enloquecidos pensamientos en un rincón de su conciencia… que permanecería cerrada con llave hasta que saliera del hotel. Necesitó más de unos minutos para calmarse.

«3.- Desabrocha un botón de tu blusa.»

Un pobre consuelo para el hombre, la llevaba abotonada hasta arriba. Esa fue una orden que no le costó obedecer.

«4.- Quítate las medias»

¿Aquí en medio?
Sí.
La voz sonó en su cabeza, como si él hubiera estado dentro de ella. Se quitó los zapatos después las medias, con rapidez, guardándolas en el bolso en cuestión de segundos.
Ya había pasado toda etapa de resistencia. Sentía mucha curiosidad por el hombre que se atrevía a darle órdenes a través de una hoja de papel, convencido de que las seguiría una a una, tarde o temprano.

«5.- Piénsalo una última vez. Si entras, no saldrás hasta que yo lo permita.»

Una oleada de deseo, la recorrió de la cabeza a los pies. ¿Qué pensaba hacer para impedírselo? ¿Atarla? El miedo, mezclado con la excitación provocó un espasmo de placer en su vientre, subiendo hasta los endurecidos pezones. Una resbaladiza y cálida humedad se estableció entre sus piernas.
Deseo… ¿Cuánto tiempo hacía que no lo sentía?
Sí, definitivamente, ese hombre tenía algo que ella necesitaba.

«6.- Abre la puerta.»

Lo hizo.

«7.- Pon el aviso de que no molesten.»

Las órdenes ahora se sucedían con rapidez.

«8.- Cierra la puerta y echa el cerrojo.»

La habitación quedó cerrada con un suave click.

«9.- Entra sin miedo.»

Eso ya era mucho pedir. Respiró profundamente, deseando que todo empezara y terminara de una vez. Se volvió, no muy segura de lo que iba a encontrar.
La habitación era lujosa, con una gran cama con columnas, que podían taparse con un dosel de seda que ahora estaba recogido. El edredón de brocado lucía en tonos granates, como el tapizado de la silla junto al escritorio. Dejó allí la carta, después de leer la última orden. Simple, sencilla, y a la vez la más difícil.

«10.- Di: Hola.»

¿Tendría valor?
—¿Hola?

Fantasías I

Está sola en casa. Está sola en casa y tiene ganas de sexo… Muchas ganas… Se tumba en la cama y empieza a acariciarse el vientre, para pasar acto seguido a sus labios hinchados. Hinchados y húmedos. Tanto, que sus dedos se quedan resbaladizos en unos instantes. Mojados. Solo falta una lengua que lama sus jugos mientras ella se acaricia cada vez con más fuerza. Una boca que se la trague entera, que se mueva por su vagina y ronronee contra su bulto dolorido. Como está ronroneando ella.
Sube la mano libre hasta el pezón. Duro. Muy necesitado. Aprieta el pecho grande con toda su mano, dejando que rebose, rozando la punta con la palma húmeda de sudor. Levanta el seno desde abajo para poder lamerse, pero la posición es incómoda.
Necesita otra lengua más que muerda su pezón, aparte de la que ya le está lamiendo entre las piernas. Con fuerza, con suavidad. Mientras se sigue acariciando el clítoris con los dedos mojados.
Pasa la mano al otro pezón, igual de duro y dolorido. Lo aprieta entre el pulgar y el índice, haciéndose daño y gimiendo por la sensación.
Lo que daría por otra lengua que homenajeara el pezón libre hasta hacerlo arder, mientras la primera se introduce en ella y la segunda mordisquea el otro pecho. Una boca que se introdujera todo el seno, otra que lamiera el otro y otra que se comiera todo lo que tiene entre sus piernas, con ansia.
Cambia las manos para poder probar el sabor de su flujo en sus propios dedos. Acariciándose con mayor rapidez. Metiendo y sacando los dedos de su boca, jugando con la lengua entre ellos.
Lo que la vendría bien es una buena erección que entre y salga de su boca y su garganta. Que vaya dejando semen por su lengua. Que la presione con fuerza. A la vez que dos lenguas lamen sus pezones y otra lengua saborea su sexo, se bebe sus espasmos, se traga su orgasmo.
Tres lenguas y un gran miembro.
Necesita otro, que se hunda en ella hasta dentro, presionando sus entrañas. Mientras una lengua rodea su clítoris y otras dos bocas muerden sus pechos. Mientras otro pene se introduce en su boca, una y otra vez, haciendo que se trague su salada simiente, su cálido semen. Dos miembros que la penetren, uno entre las piernas y otro, la boca. Y tres lenguas lamiendo el resto de su cuerpo.
¿Cómo resistirse a eso?
El orgasmo la asalta potente. Feroz. Salvaje. Mojando aún más sus dedos mojados. Alza las caderas hacia un pene imaginario. Acerca el clítoris a una lengua supuesta. Arquea sus pechos contra bocas inexistentes. Y atrapa con sus labios un grueso miembro intangible.
Explota de deseo y aprieta las piernas por la tensión, para luego quedar exhausta, saciada y muy, muy mojada…
Preparada para otra sesión de Sexo.

¿Y de mamá?


He tenido una pesadilla. Me despierto con un grito, buscando a mi tata en la camita junto a mí. No está. Hace días que no duerme conmigo. ¿Por qué? Desde que se vistió con aquel bonito traje blanco no viene a casa. Yo también iba muy guapa con mi vestido de princesita, pero si llego a saber que Marisa no volvería, no me lo habría puesto nunca. Tengo ganas de llorar, pero me aguanto. Mamá me dijo que tenía que acostumbrarme.
Oigo ruidos en el pasillo y me viene a la cabeza la sombra que me ha hecho despertarme. Corro descalza hasta el cuarto de mis padres, intentando no enredarme las piernas con el camisón. Me golpeo el hombro contra el marco de la puerta. Entre las lágrimas que no salen y lo oscuro que está todo casi no puedo ver. ¿Quién ha apagado la farola que da a las ventanas de casa?
Llego a la cama de mis padres y, al subirme de un salto, descubro que está vacía. ¡No! ¿Dónde están papá y mamá?
Empiezo a llorar sobre la colcha de flores. No puedo aguantarme más. Miro mi imagen borrosa en el espejo del armario. Una mancha blanca en la oscuridad. También refleja la ventana que da a la terraza. Todo es oscuro, no veo nada. ¿Y mamá? Las lágrimas empapan el cuello del camisón y me entra frío, mucho frío. Algo se mueve en el espejo. No sé de donde saco valor para mirar hacia la ventana. Lo que sea que haya en la terraza se acerca y araña el cristal con las uñas. Empiezo a temblar, abrazando mis rodillas sobre la cama, sin saber dónde esconderme.
Pasos. Ruidos que vienen desde la terraza. La puerta de la cocina se abre. ¡Nunca me gustó esa puerta! Siempre suena cuando pasan los aviones. ¡Siempre he dicho que por ahí podría entrar cualquiera! Las bolitas de la cortina del pasillo empiezan a tintinear. Cada vez está más cerca. Por mucho que apriete las piernas con mis brazos, los temblores me sacuden. Y un chillido se me atasca en la garganta. ¡Ya está en el umbral de la habitación! ¡Puedo verla! ¡La Sombra!
- ¡Mamaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaa!
Se enciende la luz y mamá viene corriendo a abrazarme.
- Mi niña, no te asustes. Si soy yo.
Coge mis bracitos tendidos y me sienta sobre sus rodillas, apretándome contra su pecho. Yo intento juntar las manitas detrás de su espalda, pero no llego. No importa. Ya estoy con mami, entre sus brazos calentitos, oliendo su colonia fresquita. Suelto todo mi miedo en ese momento, llorando desesperada y dejando que salgan los ruidos de mi garganta. Me mece hacia delante y hacia atrás, susurrándome cosas bonitas al oído.
- Venga, mi vida, no llores. Ya estoy aquí.
- Venía a por mí, mamá – sollozo contra su pecho, empapando esa camiseta verde tan suavita que tanto me gusta -. La cosa negra venía a por mí.
- Pero aquí no puede venir nadie. Todos estamos contigo.
Me alza en sus brazos. Ahora la luz del pasillo está encendida y la de mi cuarto también. Me arropa con cuidado en mi solitaria camita. Echo de menos a mi hermana, sus brazos achuchándome cuando tengo miedo. Mi cara se moja con nuevas lágrimas. Mamá las seca, en una dulce caricia.
- ¿Quién te va a hacer daño a ti, si nosotros te cuidamos?
- Pero estoy solita.
Los hipidos se paran, pero las lágrimas dejan de caer.
- ¿Solita? No, mi vida – la cama se hunde bajo su peso ahora que se ha tumbado a mi lado -. Ya sabes lo que eres para nosotros, cariño. ¿Sabes lo que eres?
La abrazo fuerte y me acurruco contra su cuello. Las lágrimas cesan y mi ánimo mejora.
- Dímelo, mami – le pido con un suspiro.
Y mamá me lo dice, como todas las noches antes de acostarme.
- A ver, mi niña, ¿qué eres de la tata?
- “Su patito”.
- ¿Y del tate? – pregunta en mi oído.
- “Su osito”.
- ¿Y de papá?
- “Te quiero mucho”.
- ¿Y de mamá?
Alzo un poco la cabeza y veo todo el amor de mis padres y hermanos reflejado en su mirada. Ese amor que me protege de día y me arropa por las noches. Le doy un beso en la mejilla blandita y los párpados empiezan a pesarme. Antes de cerrarlos del todo, susurro con una sonrisa:
- “Su corazón y su vida entera”.
A mi madre.

Premio Blog de Oro


Juurr!

Esto sí que no me lo esperaba!!

Lhyn, desde http://laplumadepapel.blogspot.com/, me ha premiado con este galardón, así que aquí lo pongo para deleitarme cada vez que abra mi blog. XD

Mil gracias, guapa!!


Las reglas del premio son:
1º.-Exhibir la imagen del sello.
2º-Poner el enlace de la persona que te lo ha regalado.
3º.-Elegir 10 personas para pasárselo.
4º.-Escribirles un mensaje en su blog para que se enteren de su premio.


Desgraciadamente, no conozco tantos blog y los que conozco ya están premiados. Así que, investigaré y cuando tenga todos los elegidos, editaré la entrada y pondré los premiados.

Llegaremos a Tiempo

Si te arrancan al niño que llevamos por dentro
si te quitan la teta y te cambian de cuento
no te tragues la pena porque no estamos muertos
llegaremos a tiempo, llegaremos a tiempo

Si te anclaran las alas en el muelle del viento
yo te espero a un segundo en la orilla del tiempo
llegaras cuando vayas mas allá del intento
llegaremos a tiempo, llegaremos a tiempo

Si te abrazan las paredes
desabrocha el corazón
no permitas que te anuden la respiración
No te quedes aguardando
a que pinte la ocasión
que la vida son dos trazos y un borrón

Tengo miedo que se rompa la esperanza
que la libertad se quede sin alas
tengo miedo que haya un día sin mañana
Tengo miedo de que el miedo
eche un pulso y pueda mas
no te rindas, no te sientes a esperar

Si robaran el mapa del país de los sueños
siempre queda el camino que te late por dentro
si te caes te levantas, si te arrimas te espero
llegaremos a tiempo, llegaremos a tiempo

Mejor lento que parado
desabrocha el corazón
no permitas que te anuden la imaginación
No te quedes aguardando
a que pinte la ocasión
que la vida son dos trazos y un borrón

Tengo miedo que se rompa la esperanza
que la libertad se quede sin alas
tengo miedo que haya un día sin mañana
Tengo miedo de que el miedo
eche un pulso y pueda mas
no te rindas, no te sientes a esperar

Solo pueden contigo si te acabas rindiendo
si disparan por fuera y te matan por dentro
Llegaras cuando vayas mas allá del intento

Llegaremos a tiempo, Rosana

Anillos para una dama

Hoy me faltaban mis anillos. ¡Qué frase más absurda! Pensaréis. ¡Pues no! Mis anillos me acompañan, son mi fuerza. Me los regalaron dos de las personas que más quiero en esta vida. El primero, mi hermana. El segundo, mi novio.
El segundo me queda un poco grande. ¿Tiene eso algún significado? Sí, que mi niño es un poco torpe, pero me quiere mucho. (:P)
El primero me está perfecto. Y tiene mucho valor sentimental. Es un sello de plata con forma de corazón que mi hermana me regaló con las comisiones de su primer trabajo. De esto hace ya más de diez años. En su día me quedaba perfecto en el dedo corazón de la mano derecha. Hoy, me queda perfecto en el mismo dedo, pero de la izquierda. ¿Tiene eso algún significado? Sí, que me quiere mucho y conmigo siempre acierta. Y que ahí es donde siempre la llevo a ella: en mi corazón.
Todos nos quejamos de no poder elegir a nuestra familia. ¡Pues yo me alegro! Conociéndome, habría elegido mal. Pero a ella, probablemente, sí la habría escogido, hasta con los ojos vendados. Y sé que siempre vendrá conmigo, al igual que su regalo.
A mi tata.

La Sacerdotisa y la Luna

Aquella noche, Ilia no podía dormir. Ni su conciencia, ni el recuerdo de Darien le permitían cerrar los ojos y descansar la mente. Todavía podía verle, solo, erguido, cruzando el portón que le separaba de su pueblo y su casta de guerreros. Volvería, sí, pero no como guerrero, sino como asesino. Y su víctima sería ella.
Probó a leer el libro sagrado. Una vez. Dos. Su guardián nunca había podido soportarlo y lo cierto era que ella tampoco. Giró la cabeza en dirección a la pared. Varias noches atrás sólo el muro de piedra les separaba. Ahora, un abismo de tierra y traición les mantenía alejados. ¿Durante cuánto tiempo? Únicamente los dioses podían saberlo.
Se levantó del lecho, con un suspiro que a punto estuvo de ser un sollozo. Lo contuvo hasta llegar a la ventana, desde donde podía observar la luna. No había manto de estrellas en aquella noche oscura. Sólo el rostro redondo de la diosa Eala, acariciado por las ramas desnudas de los chopos. En cualquier momento esos brazos se estirarían para castigarla por sus mentiras. Una joven, a punto de consagrarse sacerdotisa, no debía dejarse llevar por los celos y la ira. Pero ella no había sabido controlarlos, condenando con su maldad al único hombre al que había amado.
Una lágrima solitaria se deslizó por su mejilla. La secó a manotazos. Darien no estaría llorando y tendría más motivos que ella para hacerlo. ¿Encontraría un lugar resguardado para pasar la noche? ¿Algún poblado vecino le permitiría establecerse, casarse y formar una familia?
El mero pensamiento de que pudiera amar a otra inundó sus ojos de nuevo, y esta vez no hubo manera de detener el llanto. Se dejó caer sobre el alfeizar de la ventana y lloró hasta descargar su dolor. Sólo entonces, pudo alzar de nuevo el rostro hacia la luna llena y rogarle a Eala que cuidase de Darien. Aunque, en el futuro, eso significara su propia muerte.

I. La Tarjeta




I. LA TARJETA

—¿Tú qué harías si un hombre te diera una tarjeta?
—¿Qué hombre?

Su memoria se internó en el pasado reciente. ¿Qué hombre? Recordó una loca carrera a través de un restaurante, chocando con carritos y bandejas; con camareros enfadados que apenas podía ver a través del velo de sus lágrimas. Los gritos sorprendidos de la gente la siguieron hasta la calle, donde siguió corriendo, empujando a más gente, que se volvía airada en su dirección.
A él no pudo empujarlo y cayó al suelo, quedando sin aliento al alzar la mirada.

—Un desconocido —hizo una pausa para aspirar el humo del cigarrillo—. Un completo desconocido.
—¿Es atractivo?

Su cuerpo se estremeció al visualizar de nuevo los duros músculos de su abdomen, perfectamente delineados bajo la ajustada camiseta negra. Sus pectorales desarrollados, sus pezones endurecidos. Sus propios pechos se tensaron al recordar la calidez de las grandes manos levantándola; los bíceps abultados bajo sus frágiles dedos. Volvió a recordar las facciones duras y angulosas, tan morenas en contraste con sus ojos ambarinos… Se maldijo por no haber tocado ese pelo negro que caía desordenado a ambos lados de la mandíbula.

—Sí —exhaló el humo y apagó el cigarro—. Mucho
—¿Y qué pone en la tarjeta?

El hombre la había observado detenidamente, casi como si estuviera espiando su alma. La soltó un instante, sin preocuparse por estar parados en medio de la calle, entorpeciendo al resto de los peatones, que maldecían y la empujaban sin piedad. A él no le tocaba nadie. Sacó una tarjeta del bolsillo y se la tendió. Su voz grave aún continuaba enroscada en su estómago, mandando oleadas de placer a su vientre y más abajo.
—Ven esta noche —ni un saludo, ni un nombre, ni una sonrisa—. Tengo algo que tú necesitas.
Sin más, la dejó allí parada, recorriendo con la mirada los caracteres negros que adornaban la sencilla tarjeta blanca de un conocido hotel.

—Una dirección y una hora. A medianoche. Habitación 609.
—¿Y Peter?

No quería recordar su despedida, ni las duras palabras que la otorgó en el privado del restaurante, mientras pellizcaba el pezón desnudo de una rubia despampanante y la otra mano se perdía en su falda bajo la mesa. El gemido agudo que soltó la mujer fue prueba más que suficiente para saber qué estaría haciendo con los dedos entre sus piernas.
—¿La ves? —había preguntado Peter con una sonrisa—. Está mojada y me caben tres dedos en su vagina. Está excitada. Mueve sus caderas contra mi mano. Probablemente me pedirá que la folle poco antes de llegar al orgasmo —la miró a los ojos mientras continuaba dando placer a la rubia—. Tú ni siquiera abrirías los ojos para decirme que me apartara. Ni te humedecerías con mis caricias. Tus pezones ni siquiera se pondrían duros en mi boca. Mira éstos —bajó la cabeza para lamer el botón tirante—. Duro y jugoso. Puedo lamer cada arruga de su carne —estrujó el pecho en la mano, haciendo gimotear a la mujer—. Podré beberme los flujos de su corrida en unos instantes. ¿Cuándo has sido tú capaz de llegar al orgasmo?
Se arrodilló entre sus piernas y pronto pudo oír los ruidos que hacía su lengua al limpiar la humedad de la rubia. No apartó la boca para espetar:
—Vuelve cuando realmente quieras que te folle un hombre.
Entonces había corrido, dejando a la rubia gritando de placer y al hombre bebiendo su orgasmo.

Encendió otro cigarrillo y aspiró con fuerza el humo.
—Peter es historia.
—¿Irás esta noche?
Sacó de nuevo la tarjeta blanca y leyó las letras impresas en negro. Medianoche. Habitación 609.
—Creo… Creo que sí.

X. El Sueño del Vampiro





Han pasado siglos desde mi transformación. Siglos soledad.
He sobrevivido a mi amada. También a mi creadora. Y espero en mi lecho de tierra y musgo a que la sed me lleve o a que una revelación me obligue a levantarme. Pero  me río de todos mis sueños, de todas mis esperanzas. El destino nunca ha querido ponerse de acuerdo conmigo.
El deseo por una mujer, que resultó un vampiro, fue la causa de mi transformación. El amor por una humana, a la que volví inmortal, provocó su muerte. Mi miedo a la soledad me privó de amigos y compañeros. Y finalmente, lo que me despierta de mi letargo, es un sueño.
“Sigo a una quimera con un vestido rojo. Voy tras ella, pero me cuesta seguirle el paso. Me mira por encima del hombro con una sonrisa perversa y va cantando mi muerte a todo el que quiera escucharla. Es monstruosa y sus largos colmillos me amenazan. Aún así, la sigo y no tengo miedo. Doy la vuelta a la esquina y está copulando con un hombre degollado. Su sangre mancha el cuerpo de cabra, mientras rasca la base de su cola de reptil. La lengua del león lame la herida de su cuello hasta que me ve y se lanza al mío. Siento un increíble deseo por el ser que me está matando.
Abro los ojos y estoy dentro de una mansión, con una mujer hermosa. Yo la amo. Sé que la amo, pero ella no me quiere. La sigo hasta cuando huye de mí. Se cansa. Me manda fuera antes del amanecer. Pero tampoco tengo miedo. La muerte no me asusta y por fin volveré a ver la salida del sol. Siento sus rayos en mi cabeza, en mi cuerpo. Pero el astro no calienta. Un grito a mis espaldas y dos explosiones. La mujer se está quemando con los rayos que me bañan y la quimera estalla en llamas. Yo no puedo parar de reír.
De un salto he llegado al salón de la mansión. Está llena de seres. Humanos y Vampiros, brindando en copas de oro y plata, bailando y riendo. Intento que me den una, pero nadie me ve. Sacudo a un hombre vestido de negro que se ríe como un poseso. Se inclina hacia delante y su cabeza me traspasa. No tengo cuerpo. Soy sólo una sombra. Y nadie puede verme. Mi desesperación crece y algo me atrapa el corazón. Algo que lo aprieta fuerte y fuerte. Quiero gritar y no puedo. Quiero andar y no puedo. El círculo de gente se cierra entorno a mí cada vez más. Grito y pataleo, pero no me hacen caso. Me están aplastando. Una espalda contra mi nariz, un torso que presiona mi cabeza. Con la presión, cruje mi cráneo, se rompen mis huesos. Oigo las risas de mi amada y la quimera me lame los dedos de una mano. Ella sí tiene espacio. Abro la boca en un grito silencioso. ¡No me sale la voz! ¡Duele! Mi cuerpo duele. Mi alma amenaza con destruirse. ¿Es que nadie me ve? ¡No puedo respirar!
Un momento… No necesito respirar…
Mi alma estalla rechazando a los que me amenazan, ahora silenciosos. Todos arden en el fuego que yo he provocado, pero no ellos no gritan. Sus rostros son máscaras bancas, morenas. Impasibles.
Pestañeo y estoy en el cementerio. Una mujer de cabello rubio se acerca a mi tumba. Me ve y se abalanza sobre mi cuello. La aparto. ¿Es que no me pueden dejar tranquilo? Con un siseo se tiende sobre el mármol de mi ataúd y se vuelve de piedra. Con su mano me tiende una rosa que empieza a manar sangre. Todo se inunda con el líquido rojo. El mar de sangre me arrolla lanzándome al suelo. El néctar que me da la vida empieza a ahogarme, penetrando en mi nariz y anegando mis ojos. Se empieza a secar sobre mí, cristalizando mis pulmones. Aplastándome. No estoy asustado, sólo un poco incómodo.”
Al abrir los ojos, la tierra los inunda. Durante siglos he dormido en el lugar que me corresponde y la madre me acogió en su seno para curar mis heridas. Repto hacia la superficie sabiendo que es de noche y la luna me dará la bienvenida al mundo. Pero… ¿durante cuánto más tiempo?

FIN

Verde Idealista

Todo en mi trabajo es verde. El logo, la web, el papel en el que vienen envueltos los folios para la impresora… Incluso las personas. Sobre todo las personas. Trabajo en un lugar que se llama a sí mismo idealista y se envuelve en velos de un hermoso verdor. Para mí ese color cambia a diario.
Al principio significaba ese idealista que está plasmado en sus paredes y en su nombre. Joven, esperanzada e ilusa como soy, realmente yo lo veía de un verde tan fresco como el del césped cubierto de rocío en las mañanas de verano. En cuestión de semanas el matiz ha ido cambiando día a día.
Hoy lo siento, y cada vez más, como el color de la represión, el cinismo y la envidia. Ahora se asemeja más al tono oscuro de las hojas que se marchitan, afectadas por un mal que acaba con su frescura desde dentro.
Es posible que yo me haya visto contagiada. Después de las experiencias, vividas me he dado cuenta de que debo de ser más rara que un perro verde. Sólo me queda el consuelo de que, en ningún caso, será el mismo tono de verde que a ellos les afecta.

IX. Venganza





Las noches vuelven a ser frías y solitarias. Pavorosas. La sed es insoportable. Se ha negado a beber de otra mujer que no sea Ella.
Pero Ella está muerta. Su cuerpo convertido en polvo. Carbonizado.
No duerme. Cada vez que sus ojos se cierran, ve a su amada alzando la mano en un adiós que lentamente se va consumiendo,  prendiendo en las llamas del amanecer. Su pelo negro ardiendo como la yesca, llevando fuego hasta la cabeza alta. Convirtiendo su cuerpo hermoso en una bola ígnea que se va deshaciendo a pedazos.
Nada queda ahora de Ella. El viento se ha llevado sus restos, mezclándola con la tierra y el agua.
No queda nada.
Sentado en el suelo de su habitación, se abraza las rodillas y hunde el rostro entre los brazos. Ni siquiera el hedor de su cuerpo sucio y ajado puede hacerle olvidar la repulsión que sintió al aspirar a su amada en llamas. Incluso un ser tan hermoso apesta al ser incinerado.
No puede tolerar ese pensamiento. Es una blasfemia para su recuerdo. Ella era perfecta… Pero ya no puede recordar su olor a sangre y a especias.
Solloza con fuerza, arañándose las mejillas, dejando que las gotas de sangre se deslicen por su cuello sucio y se mezclen con su ropa casi deshecha.
Al menos, no gritó. Puede oír todavía su risa, su voz aterciopelada susurrándole palabras de consuelo; cantando sonatas de amor bajo el brillo de la luna. Ningún grito de dolor; ni siquiera cuando la mordió. Ella siempre tuvo el valor que necesitaban los dos.
El valor que a él le había faltado para salvarla.
Nuevos gemidos desgarran su pecho al recordarla. Tan joven…
Nunca debió convertirla en vampiro. Debió rechazarla cuando tuvo la posibilidad. Debió apartarse de ella, aunque le hubiera costado el alma. Dejarla en manos de los poderosos para así salvarle la vida. Su dolor no habría sido tan grande como el que ahora anida en su corazón.
Porque su debilidad la ha matado. No el sol. Su cobardía.
Los condenó a ambos a la tortura y al sufrimiento. Su egoísmo. Su necedad. Mata todo lo que toca. Es una condena andante.
Y los que más se merecen la muerte continúan con sus vidas muertas como si nada hubiera sucedido.
No, el antiguo llora su pérdida a pesar de haber sido uno de los que la provocaron. Vaga como un alma en pena por los rincones de la mansión, con la mirada extraviada, recordando a la mujer que ha llevado a la muerte por no haberse rendido a sus deseos. Se arrepiente de lo sucedido y lo cambiaría si pudiera. Debió recordar que no hay nada más implacable que la muerte de un inmortal.
La quimera es otra historia.
Su alegría es notoria, incluso para él, que se ha aislado del mundo. Oye su risa cantarina al otro lado de la puerta, llamándole, suplicándole que vuelva a su lecho, gritando incoherencias que a él le son indiferentes. Totalmente libre de castigo tras haber acabado con la vida de una inocente… con las vidas de centenares de inocentes.
Todos saben su culpa, pero nunca nadie intentará juzgarla.
¿Nadie?
Su llanto se detiene y posa la mirada fría sobre los rayos de luna que se cuelan en la habitación, iluminando los restos de las mangas de su camisa. Se alza, apoyándose en la pared, haciendo caso omiso de las punzadas de dolor que intentan traspasar su estómago vacío; su cuerpo sediento. Abre la puerta del armario y empieza a sacar ropa limpia. Luego se dirige al baño para asearse.
No puede ir vestido con harapos cuando encierre al diablo en su tumba eterna.

Abre la puerta de la habitación en penumbras, esperando encontrarla dándose un festín de sangre. Para su sorpresa, está dormida. Aletargada. Las sábanas blancas ensangrentadas. Los labios de un rojo brillante. Varios cadáveres de hermosas sirvientas esparcidos por el suelo, desgarrados y secos. El festín ya ha tenido lugar.
Se acerca al lecho despacio, sin hacer apenas ruido para no despertarla. Quiere verla, observarla, estudiar el rostro del Mal para no volver a confundirlo.
Su piel, aunque pálida, parece cubrirse de rubor debido al exceso de alimento. Su cabello, sedoso y negro, plateado en los lugares en los que la luz de la luna lo ilumina.
Se sienta en el colchón, hundiéndolo, acercándola a él para poder deslizar los dedos entre los suaves mechones, para acariciar la tersura de la piel de sus mejillas.
Ella sonríe, despertándose, reconociendo los dedos que una vez le dieron placer. Mueve los párpados de rizadas pestañas, sin intentar siquiera ocultar el brillo que llamea jubiloso en sus pupilas.
—Has venido —su voz cantarina, como la de una niña que ha recibido un regalo.
Asiente con expresión grave, pero no con la mortal seriedad que abruma su pecho. Ella alza una mano para acariciar su rostro, y él se muerde los labios con fuerza para no mostrar el asco que le provoca su tacto.
Recorre con los dedos los tendones del cuello, intentando no delatarse mirando la vena de su garganta. Una vena que no palpita, pero que está llena de sangre.
Su quimera…
Durante años le atormentó su recuerdo. Una sola noche disfrutó de su cuerpo. Y el resto del tiempo le ha inquietado su mera existencia. Ya ni siquiera recuerda qué fue lo que le atrajo de ella.
—He venido a despedirme —su voz ronca por el dolor que soporta, resuena en la estancia teñida de muerte
Se incorpora en la cama, hasta casi rozar sus labios, con el rostro contraído de furia e incredulidad.
—¿Te vas?
La pregunta es una burla. No le ofende. Todos saben que nunca será capaz de una acción tan osada como abandonar la casa que le vio crecer como maldito. De cualquier forma, no es eso lo que tiene en mente.
—No, querida —responde solemne, acariciando con el pulgar el hueco de su garganta—. Eres tú la que nos dejas.
Aprieta la mano y clava la uña en la carne fría, rompiendo las cuerdas vocales de la quimera, que tan sólo puede vomitar sangre a borbotones. Sus ojos ya no se mofan. Se abren desmesurados mientras abre y cierra la boca, como un pez en tierra en busca de oxígeno. Aferra su muñeca con la fuerza de miles de vidas sesgadas. Pero la que él lleva en su conciencia, es más poderosa.
Ríos de néctar se escurren por su piel, tiñéndola del color de las rosas en verano, impregnándola con el olor de la necesidad más imperiosa. Su estómago ruge y la boca se le hace agua. Sus colmillos crecen, mientras sus pupilas inexpresivas se deleitan con los temblores de la quimera. Los estertores de una muerte inminente y deseada.
Se obliga a no desear la sangre que le mancha. Pero no puede resistir la tentación de su llamada. Se agarra a su cuello con un ansia inesperada y bebe como la primera vez, sin freno. Y esta vez no importa. No tiene por qué parar si no lo desea. Y sigue tragando el maná que le da la vida, deleitándose con su sabor a justicia y dulce venganza.